La Iglesia celebra este domingo la Solemnidad de Pentecostés como el día en que, viniendo sobre los apóstoles el Espíritu Santo, se completó el misterio de la redención obtenida por Jesús y comenzó a difundirse por todo el mundo. Fue el Espíritu quien concedió a los apóstoles ponerse en marcha y así cumplir el mandato de Jesús: «Ustedes serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). Por eso, suele decirse que en este día la Iglesia celebra su nacimiento.
En el relato de la Ascensión de Jesús, que leíamos en el libro de los Hechos de los Apóstoles el domingo pasado, resulta claro que algo faltaba. Jesús estaba dejando la escena de este mundo para ir a sentarse a la derecha de Dios y los discípulos todavía pensaban que en Él, siendo el hijo de David, se cumpliría la promesa hecha por Dios a David: «Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente» (2Sam 7,16), que es más tarde recordada por el Salmo 89: «He pactado una alianza con mi elegido; he jurado a David, mi siervo: estableceré para siempre tu descendencia, de generación en generación erigiré tu trono» (Sal 89,4-5). Así se entiende la pregunta que hacen los discípulos a Jesús: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el reino de Israel?» (Hech 1,6), entendido como un reino de este mundo. La incomprensión de ellos se subraya por medio de la expresión: «... en este momento...», cuando ¡Jesús estaba ya partiendo! Son inútiles ulteriores explicaciones, como les había dicho Jesús en el discurso de despedida, que leemos en el Evangelio de hoy: «Todavía tengo mucho que decirles, pero ustedes no pueden cargar con ello ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los guiará hasta la verdad completa». Por eso, Jesús les da solamente un mandato: «Que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran la Promesa del Padre» (Hech 1,4). Esto es lo que falta.
En los discursos de despedida del Evangelio de Juan se encuentran cinco instancias en que Jesús promete enviarles de junto a su Padre el don del Espíritu Santo. Por eso, Lucas lo llama «la Promesa del Padre». Este nombre expresa su condición, porque lo que Dios promete -en singular- no puede ser más que Alguien de su mismo nivel. En efecto, es una Persona divina, el mismo y único Dios. Intentaremos explicar por qué es necesaria su venida, hasta el punto de dejarlos esperando. Sin ese don no se puede: «No pueden ahora».
En una de las promesas del Espíritu, Jesús dice a sus discípulos: «Cuando venga el Paráclito, que Yo les enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí». Es importante observar que Jesús está hablando de una Persona, como se discierne por el género de los sustantivos que usa para designarlo. El sustantivo griego «parácletos» es masculino; el sustantivo griego «pneuma (espíritu)» es neutro y el pronombre personal que Jesús usa en lugar de ese sustantivo: «Él dará testimonio», es masculino. El que vendrá, entonces, para dar testimonio de Jesús es una Persona. Pero es definido como «espíritu». Por tanto, el testimonio que da a favor de Jesús no puede ser sino a nivel de nuestro espíritu.
Según San Agustín, el ser humano tiene tres facultades espirituales: memoria, inteligencia y voluntad. Él las considera como una analogía de la Santísima Trinidad en su famoso libro «De Trinitate». En cada una de esas facultades ejerce su acción el Espíritu Santo.
Respecto de la memoria, en otra de las promesas del Espíritu, Jesús dice: «Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que Yo les he dicho» (Jn 14,25-26). Durante los tres años de su vida pública, Jesús desarrolló una vasta actividad de predicación y los discípulos escucharon y vieron todo, porque permanecían siempre con Él. Pero el Evangelio repite a menudo que no entendían. Todo eso estaba en peligro de olvidarse. Por ejemplo, escucharon que Jesús dijo a los judíos cuando expulsó a los mercaderes del templo: «Destruyan este templo y Yo, en tres días, lo levantaré». Nadie lo entendió. Pero, después de su resurrección, el Espíritu recordó a los discípulos esas palabras y les dio a conocer su sentido: «Él hablaba del Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,21-22). Lo mismo ocurre con todo lo que Jesús enseñó.
Junto con recordarles, el Espíritu ilumina su inteligencia para que pueda captar que Jesús es la Verdad. Así lo promete Jesús cuando dice a sus discípulos: «Ahora no pueden... Pero «cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los guiará hasta la verdad completa». Dos veces repite Jesús que el Espíritu no traerá un mensaje nuevo, sino «tomará de lo mío y lo anunciará a ustedes». El Espíritu hará que las palabras de Jesús, que les ha hecho recordar, sean acogidas por ellos como la verdad. Él dará testimonio de Jesús convenciendonos de que Jesús es la Verdad y de que el mundo, que ha condenado a Jesús, en ese mismo acto, ha sentenciado su propia condenación.
Jesús agrega: «También ustedes darán testimonio», se entiende, testimonio de Él. Este testimonio que darán los discípulos es externo y consiste en el anuncio del Evangelio con la palabra y, sobre todo, con una vida coherente con la verdad anunciada. Para este testimonio es necesaria una decisión firme de la voluntad, porque el mundo será hostil, hasta el punto -dice Jesús- de «que todo el que los mate a ustedes piense que da culto a Dios» (cf. Jn 16,2). Esta es la tercera facultad espiritual en la que hace su acción el Espíritu, como dice Jesús a sus discípulos antes de ascender al cielo: «Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo, recibirán fuerza para ser testigos míos... hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8).
Todas estas promesas del Espíritu se cumplieron el día de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección), estando los discípulos reunidos, como les había mandado Jesús. El Espíritu vino en forma perceptible y visible: como una ráfaga de viento y como lenguas de fuego que se posaron sobre las cabezas de cada uno. Pero, lo más perceptible fue el testimonio que inmediatamente comenzaron a dar. Los que estaban encerrados, porque no entendían y porque tenían temor, «quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse, ... las maravillas de Dios» (Hech 2,4.11).
En nuestra vida sacramental el Sacramento propio del don del Espíritu Santo es la Confirmación, que se administra precisamente con estas palabras: «N. recibe, por esta señal, el don del Espíritu Santo». Si el Espíritu Santo actúa sobre nuestro espíritu, la edad para recibirlo es la del uso de la razón, cuando el niño comienza a hacer uso de sus facultades espirituales. En nuestra praxis, desgraciadamente, dejamos al niño y al adolescente sin esta ayuda que, como hemos visto, es necesaria. Esta es una praxis, no sólo contraria a la acción del Espíritu Santo, sino también al mismo Catecismo, que es el que tenemos que enseñar: «La costumbre latina, desde hace siglos, indica "la edad del uso de razón", como punto de referencia para recibir la Confirmación» (N. 1307). La praxis actual de atrasar este Sacramento, privando de su ayuda necesaria a los niños y adolescentes, es de los últimos años y su resultado se ha demostrado negativo; la praxis de administrar la Confirmación en la edad del uso de la razón es, en cambio, «desde hace siglos». Debemos implorar para que el Espíritu Santo lleve a la Iglesia a la verdad completa también respecto de este punto y los Sacramentos de la iniciación cristiana recuperen su orden verdadero -Bautismo, Confirmación y Eucaristía- y produzcan una renovación de la juventud y de toda la Iglesia.