Escribir es recuperar el tiempo. Es desovillar, es volver a estar ahí, es plantearse las preguntas, es restituir los detalles, los olores, insuflar de aliento lo que ya no está y proveer de anclas al presente. Eso es lo que hace Ethel Krauze en su novela más reciente, Samovar (Alfaguara,2023) a través de Tatiana, joven mexicana de origen judío, fotógrafa y enredada en amores con un hombre casado al que llama el criminal, quien visita cada miércoles a su abuela Anna. La bobe vive con su hermana Lena y con Modesta, que trabaja en casa y que es parte fundamental de una dinámica de tres mujeres mayores que se conocen, se apoyan, se agreden, y han hecho de esos vicios (que todos podemos recordar de nuestros propios hogares familiares) una forma de vida. Con una prosa cargada de hallazgos poéticos, Ethel Krauze nos lleva por el camino de recuperar la procedencia rusa de su abuela (las úes del habla), sus dos matrimonios, sus maridos y la relación con la religión y sus preceptos. Nos lleva al mestizaje de culturas (que la propia Tatiana encarna), donde Modesta vive también lo que aprende de ritos y costumbres que le son ajenas pero que amueblan el recorrido de su vida donde no ha conocido hombre, igual que Anna se deja tocar por los platillos de Modesta, sus cuidados y sus malos modos o su cariñosa manera de estar. Tatiana es testigo de la ambivalente relación entre las hermanas, esa tía abuela Lena, tacaña pero graciosa: como una bolita de azúcar entre chales claros siempre risueña. Ese trío es el escenario de los miércoles en el quinto piso de un departamento de la Condesa a los 27 años de Tatiana que contrapuntea sus días con los encuentros apasionados con su amante criminal.
La intensidad de los dos momentos son esenciales para Tatiana, que los goza mientras puede y que nutre su presente con el pasado de una mujer que descubre enigmática, fuerte, admirable. Pareciera que las verdades que poco a poco va conociendo en este asomo al pasado de la abuela llevan a las revelaciones íntimas de lo que a Tatiana le toca decidir. Los naufragios se vuelven formas de salvación donde el samovar con su pátina del tiempo será símbolo y clave; hilvan de los tiempos, los mares y la deriva. En dos partes y varios tiempos, divididos en fragmentos, Tatiana mayor escribe este recorrido de la memoria desde el encierro pandémico.
El intercambio verbal desde la conversación, con una forma de hablar el español aprendido en la adultez mezclado con el idish de la abuela Anna, será el mundo de palabras que traza un mapa de pertenencias, arraigos y desarraigo, las guerras, las migraciones, las persecuciones. Una novela que pone el hondo acento en una relación nutricia y entrañable como puede ser la de las abuelas y las nietas. Mientras leo y asisto a esas tardes de té y galletas duras, recurro a mis propias tertulias de mujeres donde los afanes y formas y recuerdos mantenían a flote una historia de familia para no deslizarnos entre los agujeros de una tela desleída. Tatiana me lleva a las conversaciones con mi abuela que se truncaron a mis 12 años.
Cuánto Madrid puso en mi como Anna habrá de colocar Shmérinka en su nieta. Tantas cosas en un Samovar que Ethel Krauze nos comparte con una prosa cargada de imágenes, limpia, incisiva y conmovedora, en esta novela entrañable.