Sí, soy Rey

Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados... a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos

La Iglesia celebra hoy la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo y con este domingo culmina el año litúrgico. Después de haber contemplado durante el año los distintos aspectos del misterio de Cristo: la espera de su venida, su nacimiento de la Virgen María en la extrema pobreza de un pesebre en Belén, su presentación al templo y su Epifanía, su bautismo en el Jordán, con lo cual comenzó su ministerio público, su enseñanza, sus milagros, su Transfiguración y su Pasión, muerte, resurrección y Ascensión al cielo, en este domingo tenemos el gozo de contemplarlo resucitado y sentado en su trono de gloria en posesión de pleno poder sobre todos los hombres y sobre todo lo creado.

Este es el último domingo del año litúrgico; ya el próximo domingo, con el I Domingo del Adviento, comienza un nuevo año litúrgico, es decir, se comienza de nuevo a contemplar el misterio de Cristo. No hay peligro que alguien, en el breve espacio de su vida terrena, pueda agotar la contemplación de este misterio y desee pasar a otra cosa. No lo agotaremos en toda la eternidad, que consistirá precisamente en contemplar la gloria de Cristo.

Para que se entienda que su reinado es universal y que nada queda excluido a su dominio, Jesús mismo declara: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18). El conquistó su realeza al precio de su pasión, como dice el himno cristológico de la carta a los filipenses: "Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió el 'Nombre sobre todo nombre', de modo que el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos" (Fil 2,8-10). No hay ningún lugar que se sustraiga a su reinado. El libro del Apocalipsis lo llama "Príncipe de los reyes de la tierra" y explica por qué ha merecido este título: "Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados... a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos" (Ap 1,5.6).

El Evangelio de este domingo nos presenta el diálogo entre Pilato y Jesús, que había sido entregado por los judíos para que fuera condenado a muerte. Toda la escena gira en torno al tema de la realeza de Jesús. Pilato le hace dos preguntas. La primera es esta: "¿Eres tú el Rey de los Judíos?". A esta pregunta Jesús no contesta. En realidad, él no es el "Rey de los judíos"; es mucho más que eso: él es Rey de todos los pueblos y de todo el Universo. El título "Rey de los judíos" lo había dado Roma al sanguinario Herodes el Grande, para pagarle de esta manera su fidelidad incondicional al poder imperial. En Israel se llamaba "herodianos" a los judíos que aceptaban con gusto el poder de Roma y tomaban la parte de Roma en sus conflictos con los judíos. Jesús no quiere identificarse con Herodes ni con poder alguno de este mundo. Por eso responde: "Mi Reino no es de este mundo".

La segunda pregunta de Pilato es una deducción de los dicho por Jesús: "¿Por tanto, tú eres Rey?". Y a esta pregunta, en que se le atribuye el título de Rey sin ninguna limitación, Jesús responde afirmativamente: "Sí, soy Rey". La continuación del relato tiene por fin burlarse de esta afirmación; el mismo objetivo tiene la inscripción que Pilato puso sobre la cruz de Cristo: "Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos" (Jn 19,19).

La escatología es el tratamiento de los eventos finales. Sabemos que el título de Rey del Universo es un título escatológico, es decir, lo posee Jesús en su resurrección y se manifestará en su segunda venida gloriosa. Así lo profesa el Credo: "De nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos, y su Reino no tendrá fin". Así lo expresa el evangelista Mateo en la escena del juicio final: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria". Se sienta para juzgar a todas las naciones. Su trono es un tribunal.

El IV Evangelio tiene una visión que se ha llamado la "escatología realizada", es decir, anticipa los temas escatológicos -los del fin- al tiempo de la vida de Jesús. Y esto hace también con su realeza. Mientras Jesús es juzgado por el poder de este mundo -Pilato y los sumos sacerdotes- y condenado a muerte, en realidad, es el mundo el que resulta juzgado y condenado. Por eso, un texto que en su lengua original griega es ambiguo, cada vez se ve más claro que hay que traducirlo así: "Pilato... hizo salir a Jesús y lo sentó en el tribunal, que había sido instalado en el lugar llamado Enlosado, en hebreo Gabbatá... Dice entonces Pilato a los judíos: 'Aquí tenéis a vuestro Rey'" (Jn 19,13.14). El que se sienta en el tribunal como juez es Cristo y por eso Pilato dice: "Aquí tenéis a vuestro Rey". Y por eso los judíos gritan: "¡Fuera, fuera!".

Jesús aparece ya sentado en el tribunal como ese Juez universal que veía Mateo. En el mismo hecho de condenar a Jesús, el mundo deja en evidencia su pecado y resulta él juzgado y condenado. El que condena a muerte a aquel que di-jo: "Yo soy la Vida" (Jn 14,6), resulta condenado él; en ese mismo hecho dicta su sentencia de condena. Jesús había declarado: "El Padre no juzga a nadie, sino que todo juicio lo ha entregado el Hijo, para que todos honren al Hijo como honran el Padre" (Jn 5,22-23). Y había asegurado: "Para un juicio he venido a este mundo" (Jn 9,39). Ese juicio es el que tiene lugar en el momento en que Pilato saca a Jesús y, aunque de manera irónica, lo sienta en el tribunal en presencia de todo el pueblo. Contemplemos entonces a Jesús sentado en ese trono (tribunal) como Juez universal y Rey universal.