En el Evangelio de este Domingo XVII del tiempo ordinario comenzamos la lectura del Capítulo VI del Evangelio de Juan, que se caracteriza por contener el importante discurso del «Pan de Vida». Este Capítulo comienza situando a Jesús en la orilla opuesta a Cafarnaúm del Mar de Galilea: «Después de esto, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades». Así empalma bien con el punto en que habíamos dejado la lectura de Marcos el domingo pasado. En efecto, habíamos dejado a Jesús en esa orilla del lago, que es un lugar desierto, rodeado de una multitud, que despertó la compasión de Jesús, porque venían tras Él «como ovejas que no tienen pastor». Jesús, entonces, asumiendo el rol de pastor, «se puso a enseñarles muchas cosas» (Mc 6,34). Les enseñó a ellos en esa ocasión «muchas cosas» y nos enseña ahora a nosotros una de ellas, a saber, que uno de los mayores males que puede sufrir el ser humano es la ignorancia y que de este mal, precisamente, que consiste en la privación de la verdad, vino a salvarlo Aquel que dice de sí mismo: «Yo soy la Verdad» (Jn 14,6).
Pero el oficio del pastor consiste también en velar por la vida de las ovejas y, por tanto, de proveer a esos hombres y mujeres -cinco mil hombres- del alimento necesario. Es lo que hace también Jesús con la multiplicación de los panes, que es el episodio con el cual seguía el Evangelio de Marcos, y que leemos este domingo tomándolo de Juan.
Hasta esa otra orilla del Mar de Galilea «siguió a Jesús mucha gente, porque veían los signos que realizaba en los enfermos». Sabemos que el evangelista Juan considera que los milagros de Jesús no sólo son un hecho prodigioso, sino también un «signo» y que, por tanto, deben llevar a los testigos a una comprensión sobre la Persona de Jesús que va más allá del mero hecho externo y, en último término, a la fe en Él. Hasta este punto el evangelista nos ha relatado solamente tres signos: la conversión del agua en vino en las Bodas de Caná, que llama «el principio de los signos» (cf. Jn 2,1-11); la curación a distancia, sólo por medio de su palabra, del hijo de un funcionario real en Cafarnaúm (cf. Jn 4,46-54); y la curación del hombre postrado en una camilla junto a la piscina de Betesda (cf. Jn 5,1-9). Ahora va a realizar el cuarto de esos signos, la multiplicación de los panes. Pero, ciertamente, Jesús realizó muchos otros milagros, como lo dice el evangelista, ya durante la primera subida de Jesús a Jerusalén: «Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su Nombre al ver los signos que realizaba» (Jn 2,23). Y al final de su Evangelio declara: «Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean...» (Jn 20,30).
El ambiente es pascual: «Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos». En esta ocasión Jesús no subió a Jerusalén, con ocasión de la Pascua. En efecto, estamos en Galilea. Con este tiempo del año, que es primavera en el hemisferio norte, corresponde la observación: «Había en el lugar mucha hierba».
Al ver Jesús que «venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: "¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?"». El evangelista se apresura a aclarar que no es que Jesús ignore algo, sino que «se lo decía para ponerlo a prueba, porque Él sabía lo que iba a hacer». El texto dice: «tentandolo» y usa para Jesús el participio griego: «peirazon», que es el mismo que usa Mateo para referirse a Satanás, cuando tentó tres veces a Jesús: «Acercandose el tentador (peirazon), le dijo...» (Mt 4,3). ¿Qué esperaba Jesús que respondiera Felipe para aprobar en esa prueba? Felipe había estado presente en las Bodas de Caná, donde «fue invitado Jesús con sus discípulos» (Jn 2,2) -Felipe ya se contaba entre ellos-, y la conclusión de ese signo dice: «Manifestó Jesús su gloria y creyeron en Él sus discípulos» (Jn 2,11). Jesús esperaba que Felipe respondiera como lo hizo en esa ocasión su Madre. Ella dejó todo en las manos de Jesús diciendo a los sirvientes: «Hagan lo que Él les diga». Felipe, en cambio, reprobó por no creer y, en lugar de confiar en el poder de Jesús, ponerse a hablar de dinero: «Doscientos denarios de pan no bastarían para que cada uno tome un poco».
Debemos decir que también reprobó Andrés, que se acerca a hacer notar una imposibilidad para quien no tiene fe, porque «todo es posible para el que cree» (Mc 9,23): «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?». Podemos suponer que, en adelante, esos dos apóstoles y todos los cristianos, en una confesión de nuestra debilidad, debemos orar a Dios diciendo: «No nos introduzcas en la tentación (prueba)», que es lo que dice textualmente la sexta petición de la oración que Jesús nos enseñó, que suena según la versión oficial de la Iglesia: «Ne nos inducas in tentationem». Tiene que venir el día en que volvamos a la petición que Jesús quiere que hagamos a nuestro Padre. Nosotros no oramos como un fiel judío: «Escrutame, Señor, ponme a prueba (péirason me: tientame)... en tu verdad camino... mis manos lavo en la inocencia...» (cf. Sal 26,2-6).
Entonces, Jesús toma en sus manos la situación y, como hizo en las Bodas de Caná da las órdenes del caso: «Hagan que se recueste la gente». Esta es la postura corporal en que se participaba en una cena (en ese tiempo no se usaban mesas). «Tomó Jesús los panes y, dando gracias, los distribuyó entre los que estaban recostados; y lo mismo los peces, cuanto quisieron». Todos se saciaron. Jesús dio entonces la orden de que nada se pierda y recogieron de los trozos sobrantes doce canastos.
En muchos aspectos este episodio es paralelo al de las Bodas de Caná, por la abundancia con que Jesús provee, en un caso, el vino y, en el otro, el pan; y ambos episodios están destinados a ser un signo del pan convertido en el Cuerpo de Jesús y del vino convertido en la Sangre de Jesús. Este signo es también una introducción al discurso del pan de vida.
«Al ver la gente el signo que había realizado decía: "Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo"». Esta misma gente, como veremos, dirá más adelante a Jesús: «¿Qué signo haces para que creamos?». Tampoco ellos pasan el examen. ¿Quién es «el profeta»? Cuando preguntaron a Juan: «¿Eres tú el profeta?», respondió: «No». Juan es «un profeta»; pero no es «el profeta». Se trata del que Dios había prometido a su pueblo por medio de Moisés: «El Señor tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharán» (Deut 18,15.18). Ese libro constata: «No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, con quien el Señor trataba cara a cara» (Deut 34,10). Tienen razón cuando dicen que «el profeta» es Jesús. Es mucho más. No sólo trata el Señor con Él cara a cara, sino que Él es el Señor.