En el Evangelio de hoy Jesús continúa el examen de diversos preceptos de la ley antigua, y él, como nueva instancia de Ley de Dios, les da su sentido último. En esta parte del Sermón de la Montaña (Mt 5,21-48) Jesús cita diversos mandamientos y explica en qué consiste su cumplimiento por medio de la fórmula: “Se os ha dicho: ‘No matarás’, pues Yo os digo... Se os ha dicho: ‘No cometerás adulterio’, pues Yo os digo... Se os ha dicho: ‘No perjurarás’, pues Yo os digo... etc.” Eso que Cristo “dice” es nueva instancia de Palabra de Dios. El es la Palabra eterna del Padre, que se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y si esto no bastara para dar autoridad divina a la enseñanza de Cristo y a su propia Ley, tenemos el testimonio del Padre mismo, que en el monte de la Transfiguración declara: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle” (Mt 17,5). Por eso cuando Jesús dice: “Yo os digo”, debemos tender el oído y escuchar atentamente, pues va a seguir una palabra de vida eterna endosada por el Padre mismo.
Jesús concluye la serie de mandamientos citando un último precepto de la ley antigua: “Vosotros sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial”. Jesús lo toma del libro del Levítico que decía: “Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo” (Lev 19,2). Pero hace suyo este precepto con un sentido completamente diverso de cómo había sido entendido en la Ley de Moisés. Allí se trataba de la santidad necesaria para participar en el culto, que se adquiría por medio de diversas abluciones y manteniéndose libre del contacto con cadáveres y con otras realidades externas que hacían impuro al hombre. Aquí, en cambio, se trata de algo diverso; Jesús se refiere a la santidad interior, a la pureza del corazón, que consiste en el cumplimiento de la Ley evangélica que él está enseñando.
El precepto: “Vosotros sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”, no admite profundización, porque no existe un precepto ulterior ni más radical. En efecto, no hay nada más perfecto que el Padre celestial. Lo impresionante es que Jesús nos llama a nosotros a esa misma perfección. Si, conscientes de nuestro pecado, en nuestra impotencia, preguntamos: ¿Cómo se puede cumplir tal precepto?, sabemos que la respuesta es: “El hombre no puede, por más que se esfuerce”. Por eso es que la Ley de Cristo nos queda siempre grande y nadie podrá sentirse satisfecho, pensando que ya la ha cumplido cabalmente. Queda así excluida del cristianismo toda actitud de autosuficiencia ante Dios. El cristiano sabe que el hombre no se salva por el cumplimiento de ciertos preceptos de una ley externa, sino por pura gracia. La salvación del hombre es fruto de la pasión y muerte de Cristo en la cruz; es algo que obtuvo para nosotros Cristo y no algo que nosotros hayamos logrado por nuestro propio esfuerzo. A esto se refiere San Pablo cuando escribe: “No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces Cristo habría muerto en vano” (Gal 2,21).
Permanece el hecho de que Cristo nos dio ese precepto y que lo hizo seriamente y no sólo para convencernos de nuestra impotencia. Cristo nos dio ese precepto en la certeza de que lo podríamos cumplir. A la pregunta: ¿Cómo?, el mismo responde: “Yo os digo: no resistáis al mal; al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto; al que te obligue a andar una milla, vete con él dos... amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen...”. Jesús nos exhorta a esa conducta, “para que seáis -dice él- hijos de vuestro Padre celestial” y perfectos.
Pero esa conducta, que es el cumplimiento de la Ley de Cristo, y que nos hace “perfectos como es perfecto nuestro Padre celestial”, no puede el ser humano observarla por su propio esfuerzo. No hay capacidad en la naturaleza humana para ofrecer la mejilla izquierda al que le golpea la derecha, o para darle de buena gana también el manto al que quiera arrebatarle la túnica. Personalmente no he tenido nunca la suerte de presenciar acciones semejantes. Estas acciones son sobrenaturales. Por eso, pretender que un hombre sin la gracia de Dios pueda hacerlas es lo mismo que pretender que un caballo resuelva un problema de matemáticas. Es imposible porque supera a su naturaleza. Si Cristo, de todas maneras, nos dio esa Ley es porque él sabía que con su muerte en la cruz nos iba a obtener una participación en la naturaleza divina que nos permitiera cumplirla. El cumplimiento de esos preceptos de Cristo es un don de Dios; ningún hombre puede alcanzarlo por sus propios medios. Cuando alguien observa esos preceptos de Cristo, revela que Dios lo ha santificado, que ha alcanzado la perfección cristiana. Este es el testimonio de los santos que veneramos en los altares.
Pero el mandato de Cristo de ser perfectos y alcanzar esa santidad está dado a todos; para poderlo cumplir contamos con su gracia que él nos obtuvo por medio de su sacrificio en la cruz.