Introducción
Olga de León G.
Como todo cambio, el Nuevo Año ha traído sorpresas agradables y a su vez, algunas incomodidades. Para una servidora, los primeros días de 2024 también arribaron con un dolor en el brazo derecho que me ha impedido escribir esta semana. Por ello, mi hijo ha preparados dos cuentos.
Hacia una nueva estética probable
Carlos A. Ponzio de León
Estacionamos la camioneta en la calle empedrada, junto a la banqueta. Descendimos los cuatro. Oralia introdujo la llave en el candado que, junto con el sonido de un clic, abrió. Sacó la cadena de un lado del portón para pasarla al otro y luego metió el brazo entre los barrotes para deslizar el ancho pasamanos que cerraba desde adentro. Luego elevó el pasador de piso y las puertas abatibles se abrieron para dejarnos pasar. A la izquierda del doble camino se encontraba una alberca de cinco metros de largo por tres de ancho y que, en su parte más profunda, alcanzaba el metro y medio. Se hallaba tapada por una lona azul de plástico. Llegamos al porche, con tres metros de profundidad y cinco de largo, de mosaico rojo y alumbrado tenue. Fernando introdujo la llave en la puerta de vidrio y luego de varias vueltas de muñeca, la corrió a un lado. Encendimos la luz de la cocina y se alumbró parte de la sala. De la recámara que yo ocupaba al fondo de la casa, absorbida en oscuridad, apareció mi perrita: una schnauzer miniatura, gris como niebla de invierno, compañera en noches solitarias, fiel como la lluvia y el trueno para mis momentos de tristeza. La observé que venía tambaleándose. Se quedó quieta cuando comencé a caminar hacia ella. Me arrodillé para acariciarla y la encontré temblando, con la cabeza hinchada. “¡Un alacrán picó a Violeta!”, le dije a mis tíos en voz alta, tratando de no perder la razón. “¿Cómo?”, gritó Fernando. “Tranquilo”, dijo Oralia acercándose para examinarla. Tocó aquí y allá con sus dedos de doctora, para luego decirme: “Tenemos media hora para inyectarla; vamos a buscar una farmacia”. Nos encontrábamos a veinte minutos de la ciudad.
Yo había llegado a Oaxtepec esa misma mañana. Mis tíos llevaban un día completo ahí. Luego de mi viudez, esa perrita era el único corazón con cola y patas, dentro de esta realidad, que latía honestamente al verme llegar a casa. Ese animalito le daba paz a mi corazón y abrigaba mi soledad. Lastimarla a ella, era como lastimarme a mí. Tenía la capacidad para sufrir. ¡Ingenuo el solitario que siempre tiene compañía y que por ello: no se siente solo! Desdichado aquel a quien la compañía lo encadena. Capaz es un padre de maldecir al hijo; pero no así: el verdadero amo a su mascota. Animal fiel y verdadero… así era mi perrita.
Fernando condujo su camioneta con la rapidez de un bólido. “Entrando a Cuautla hay una farmacia”, dijo mientras viajábamos por la autopista. Íbamos por un camino solitario donde los faroles dejaban caer su larga sombra amarilla, mientras las líneas blancas de la carretera se nos escondían a toda prisa por debajo de las llantas.
Cuando entramos a la ciudad, pudimos ver a lo lejos las luces neón anunciando el lugar: FARMACIA. Fernando desaceleró un poco. Más al acercarnos, descubrimos que las cortinas de metal estaban corridas. Habían cerrado. Pasaban las nueve de la noche.
Eran tiempos en los que la telefonía con internet no existía. Continuamos derecho. Oralia se tronaba los dedos de la mano: intentaba recordar dónde habría otra botica. Le daba direcciones a Fernando cuando Violeta comenzó a jadear y a gemir muy fuerte. Ya se le dificultaba la respiración y su cabeza había crecido aún más. “¡Da vuelta aquí!”, dijo Oralia estrepitosamente. Fernando giró el volante e inmediatamente vimos el anuncio: “Farmacia abierta las 24 horas”. Bajé de prisa. Me adelanté en la fila de cuatro personas y avisé que tenía una emergencia. “¿Qué necesita?”. La farmaceuta trajo antídoto y jeringa. “Aplíquela y ahorita me paga”.
Oralia preparó la solución mientras Frida sostenía a Violeta en el asiento de la camioneta. La perrita intentaba jalar aire con dificultad, con la lengua intoxicada de fuera. Cuatro minutos tardó el animalito en dejar de acezar con fuerza y dos minutos después, bajó la hinchazón de todo su cuerpo. Para cuando regresé de pagar en ventanilla, la perrita ya no temblaba.
Emprendimos el camino de regreso, con calma, con mucha calma. Por mi parte, dando gracias a Dios por no volver a quedarme solo.
En el camino de regreso, iba reflexionando sobre esta historia. Yo no escribía por aquellos tiempos, aún no. Y aquello no había sido una tragedia; tampoco una comedia. Menos una tragicomedia. Al final no podía llorar por lo sucedido; ni tampoco reír por lo vivido. Era, más bien, un relato que pertenecía a un nuevo género: definitivamente dubitativo pensaba en algo sobre lo que no se podría reír, ni tampoco llorar. Ni absurdo; ni cruel. Finalmente: ¿pleno gozo?
Un poco tarde
Carlos A. Ponzio de León
Me sentí culpable porque Ricky seguía mis consejos y yo le dije que esa historia que nos había contado: no era motivo para cortar a su novia. Una chica muy atractiva que vivía fuera de la cuadra. “No se justifica”. Lo recuerdo bien. Éramos alumnos universitarios, cerca de los dieciocho años. Nos reuníamos los viernes y sábados por las noches a beber unas cervezas y, ocasionalmente, lo hacíamos en la cochera de una casa abandonada, en la misma cuadra. Así solía ser durante los inviernos, cuando el frío y su viento arrasaban con nosotros en mitad del parque y lloviznaba cuajándonos la sangre. A esa edad y bajo esas circunstancias, rápido en beber y charlar, me sentía con la capacidad de dar sermón con la confianza y presentimiento de que, aunque no lo supiera todo, contaba con capacidad de ofrecer la verdad a mis amigos y derrumbar sus miedos para que a ellos… el miedo no los congelara en el camino.
No recuerdo exactamente de qué más platicábamos en ese momento. ¿De los moteles donde cada uno solía meterse con su novia para hacer el amor? ¿Del sabor de los duraznos en primavera? ¿De las atolondradas golondrinas sin sus nidos? No lo sé, exactamente, pero Ricky confesó su amargura. Había hecho el amor con su amada, descubriendo que ella no era virgen, sino que había estado con alguien más, antes que él. La edad exacta de lo ocurrido era ciertamente una desdicha para el juzgar de un adolescente, pero solo una tontería bajo juicio de un adulto.
Lo envalentoné. Era de cobardes abandonar así. Siguió el consejo y se le vinieron unos años de gozo sin igual… Belleza de curva oculta y angular; pechos sórdidos de miel entre montañas… En fin: no hay metáfora útil para un servidor, quien ha dejado ya la adolescencia. Me disculpo por esta falta literaria. No es el joven, sino el adulto atrapado en su presente.
Corrieron los años, dejé la ciudad y un día volví para enterarme: Ricky se casaba. Pero no con aquel amor de juventud; sino con uno nuevo. ¿Qué había pasado? Aquella primera chica lo había engañado en pleno noviazgo. Cuchillada helada, demonio de Tasmania, Piolín hambriento que se come al lindo gatito. Ni hablar. ¿Y el matrimonio? Resultó que la traicionera exnovia se casaba con el maltrecho hombre traicionero… ¿La respuesta? Ricky regresó la venganza con saña de caballeros: Se acostó con la prometida una vez más, como auténtico final de despedida… ¡Uf!… Descubrió que aquello no curaba.
Así es que con el dolor colgándole por el costado, Ricky fue y se metió a los antros que pudo con el fin de ahogar en copas su dolor y se le declaró, uno de esos días, a la primera mujer que le atrajo. A los dos meses de conocerla, le propuso matrimonio. Le compró una casa donde vivirían su compromiso, cortando el futuro de su despacho de abogados. Tal cual, fue de lo que me enteré ante mi primer viaje de regreso a la ciudad. Decidí, acertadamente, no dar consejos esta vez.
Volví a mis labores fuera de la ciudad hasta que, un par de años después, recibí llamada de él. Ellos, como pareja, tuvieron que visitar al doctor. Síntomas un tanto preocupantes le aparecieron a su mujer y él, de ninguna manera le permitió atenderlos sola. Completaron exámenes de sangre, radiografías y ecografías. Los resultados no dejaron lugar a dudas. El doctor les dijo, con una mirada temerariamente seria, pero también con una sonrisa de lado a lado: “Señores, los felicito; van ustedes a ser padres”. Ricky comenzó la lotería de llamadas telefónicas, hasta que se topó con mi número y una vez enterado y entusiasmado, lo felicité.
Al mes volvió a marcar. “Fuimos a los exámenes de sangre, radiografías y ecografías y al final, el doctor nos dijo: Señores, los felicito, no es uno, sino dos los hijos que van a tener”. Abracé a mi amigo con cariño a través del celular.
Al mes, Ricky volvió a marcar. Exámenes de seguimiento: sangre, radiografías y ecografías. “El doctor nos dijo: los felicito, no son dos, sino tres los hijos que van a tener”. Abracé a mi amigo con cariño a través del celular y pensé en el tema económico, en si debía o no darle mi consejo. “Vaya, no voy a callar”. Y le comenté: “Te recomiendo que ya no vayas con el ginecólogo, Ricky, no vaya a ser que a la próxima te diga que van a ser cuatro”.
Felices, trillizos tuvieron. Luego cancelaron la paridera de hijos y se dedicaron al puro gozo; que es gozo puro.