La Iglesia en nuestro país y en muchos otros países traslada a este domingo la Solemnidad de la Ascensión del Señor. Pero, el día propio de la Ascensión del Señor es el jueves de la semana VI de Pascua, es decir, cuarenta días después de su resurrección, según el testimonio de la primera lectura de esta Solemnidad: «Después de su pasión, se presentó vivo a los apóstoles con muchas pruebas, durante cuarenta días, manifestandose a ellos y hablandoles de lo referente al Reino de Dios» (Hech 1,3). Este traslado al domingo siguiente tiene, sin embargo, el inconveniente de que se pierde siempre en cada ciclo -A, B y C- el Domingo VII de Pascua, con sus propias oraciones y lecturas, que tienen la finalidad de preparar a la Solemnidad de Pentecostés. Puede haber fieles que, aunque participen todos los domingos de la Eucaristía, no hayan oído nunca la proclamación de esas lecturas ni la homilía correspondiente. Queda a los fieles la tarea de buscar esas lecturas y meditarlas.
El misterio de la Ascensión del Señor está claramente relatado en la primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles: «Jesús fue levantado, en presencia de ellos (los apóstoles) y una nube lo ocultó a sus ojos». A esto se agrega la voz de dos hombres vestidos de blanco, que se presentaron ante ellos para decirles: «Galileos, ¿por qué permanecen mirando al cielo? Este Jesús, que de entre ustedes ha sido llevado al cielo, volverá de la manera que lo han visto ir al cielo» (Hech 1,9.11).
«Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado». Así comienza el Evangelio de este día de la Ascensión. En realidad, ese monte no lo había indicado Jesús a ellos directamente, sino a través de las mujeres -María Magdalena y la otra María (cf. Mt 28,1)-, que fueron al sepulcro el primer día de la semana, después de la muerte de Jesús. A ellas se apareció Jesús resucitado y les dijo: «Vayan y anuncien a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10). Los once fueron, entonces, y allí lo vieron: «Al verlo, lo adoraron». Pero el evangelista agrega una circunstancia: «Algunos, sin embargo, dudaron».
No sabemos cuántos, de entre los once, dudaron; ¿tres, cuatro, seis? No sabemos. ¿Por qué agrega el evangelista esta circunstancia? Podemos encontrar, al menos, cuatro motivos. El primero, es que esa es la verdad: «Algunos dudaron»; y, si el evangelista transmite esta circunstancia negativa por fidelidad a la verdad, eso nos garantiza sobre la verdad de todo lo demás que nos transmite. El segundo motivo es informarnos que los apóstoles eran duros para creer y no se dejaban convencer por cualquier visión; es argumento de verdad para nosotros que, luego, estos mismos fueron los principales testigos de la resurrección de Jesús, hasta dar la vida por defender esta verdad. El tercer motivo es que la resurrección de Jesús es un artículo de fe y, como tal, no consiste en una verificación sensorial -ver a Jesús-, sino que es un don de Dios. El cuarto motivo es que, aunque todos dudaran, con tal de que creyera uno solo, Pedro, quedamos nosotros confirmados en la verdad, porque a él dijo Jesús: «Lo que tú desates en la tierra (declares verdad) quedará desatado en los cielos» (Mt 16,19). «Los cielos» es el modo de referirse a Dios; Él no puede desatar más que la verdad.
«Jesús se acercó a ellos y les habló así: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra"». Que alguien tenga «todo poder en la tierra» podría ser tal vez posible; pero que alguien tenga «todo poder en el cielo», eso puede decirse solamente de Aquel a quien David llama «mi Señor», a quien Dios dice: «Sientate a mi derecha», es decir, de Aquel que es elevado al mismo nivel que Dios (cf. Sal 110,1). Es el modo como expresa Mateo el misterio de la Ascensión. Sabemos que el Salmo 110 es el texto del AT que más veces es citado o evocado en el NT. La final canónica del Evangelio de Marcos, que nos revela la fe de la comunidad cristiana del siglo I, lo dice explícitamente: «El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (Mc 16,19).
Declarado su poder total, Jesús resucitado les encomienda la misión: «Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizandolas en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñandoles a guardar todo lo que Yo les he mandado». La misión es «hacer discípulos». ¿De quién, de ellos -los Once y sus sucesores- o de Cristo? Ambas cosas son verdad, porque ellos deben decir a todos: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (cf. 1Cor 11,1). Y el mismo Jesús les había dicho: «El que a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16). Nadie puede reivindicar su condición de «discípulo de Cristo», si no es discípulo de sus enviados a quienes debe escuchar como maestros, investidos por el mismo Jesús con esa misión.
La misión de extiende a «todas las gentes» y no sólo al pueblo de Israel. Es, por tanto, universal. La comunidad de los discípulos de Cristo, que pronto adoptó para sí el nombre de «ecclesía» (iglesia), es «kath´ holés» (según totalidad), es decir «católica».
Jesús indica una doble condición para ser hechos discípulos: «Bautizandolos... y enseñandoles...». ¿Por qué hace preceder el Bautismo a la instrucción? Porque el Bautismo «en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» es condición siempre necesaria y, en muchos casos, suficiente. Es suficiente, cuando se trata de «hacer discípulos» a quienes son incapaces de recibir la instrucción, sobre todo, a los niños. A ellos se deberá «enseñar a guardar todo lo que Jesús mandó» después del Bautismo, una vez que hayan alcanzado el uso de la razón. En cambio, cuando se hace discípulo a quien ha alcanzado el uso de la razón, la instrucción es condición necesaria -aunque no suficiente- y debe preceder al Bautismo; en este caso, «Bautismo» es el nombre que el evangelista da a toda la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. En efecto, cuando se escribió el Evangelio de Mateo, no se distinguían tres Sacramentos; el modo de ser acogido en la comunidad de los discípulos era una sola celebración que incluía los tres signos que, mucho tiempo después, se identificaron como tres Sacramentos.
La enseñanza es una actividad que no se reduce solamente a lo intelectual. Jesús manda a sus apóstoles a enseñar todo «lo que Él mandó», ciertamente; pero esto no basta; hay que dar un paso más; ellos deben enseñar también, y, sobre todo, a «guardar» todo lo que Jesús mandó y esto no puede hacerse, sino con el testimonio de la propia vida. Para enseñar a guardar lo que Jesús mandó, el apóstol debe guardarlo él. El enviado debe verificar que él pueda decir en todo momento a quienes instruye: «Hermanos, sean imitadores míos, y fijense en los que viven según el modelo que tienen en mí... todo cuanto han aprendido y recibido y oído y visto en mí, ponganlo por obra...» (cf. Fil 3,17; 4,9). En la víspera de la Ascensión del Señor se celebra el «día del catequista». El catequista, antes de asumir esta sublime tarea, debe examinarse a sí mismo y verificar que él cumpla la condición de «guardar todo lo que Jesús mandó» para poder presentarse como modelo de vida cristiana, de manera que sus discípulos, imitando a su maestro, sean, en realidad, «discípulos de Cristo».
La misión que Jesús encomienda a los once antes de ascender al cielo es imposible a las solas fuerzas humanas. Por eso, Jesús les promete: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos». De esta manera, Jesús reivindica para Él el Nombre con que Dios se reveló a Moisés: «Soy el que Soy», que se redujo a la forma verbal del verbo hebreo «ser», Yahweh, y que, en realidad, significa: «Yo soy el que (soy) estoy contigo».
El desarrollo que ha tenido la misión de los discípulos de Cristo en la historia humana solamente se explica por la presencia viva de Cristo y la acción del Espíritu Santo en el corazón de los discípulos. La primera lectura, que debía proclamarse el Domingo VII de Pascua, nos presenta a la comunidad de los apóstoles a la espera de ese don: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hech 1,14). Es la actitud que debemos tener todos los cristianos en estos días precedentes a Pentecostés. Jesús les había prometido enviarles el Espíritu Santo, expresando su acción de esta manera: «Recibirá de lo mío y lo comunicará a ustedes»(Jn 16,14.15) o, en otras palabras: «Recibirán fuerza y serán mis testigos».