No se te ocurra morirte en domingo...
Olga de León G.
Ni en lunes, martes, o cualquier otro día de la semana, ni del año: No se te ocurra morir: No te mueras; sigue viviendo, respira hondo y profundo, toma mi mano… yo te seguiré sosteniendo: hoy, no te dejaré ir… Aún no es tu tiempo, no es el mío, no es el nuestro.
La mujer permanecía al lado de su compañero de vida, atada por sentimientos enraizados en su corazón desde más de cincuenta años, que habían recorrido su cuerpo por entre las arterias y venas más minúsculas, y se transparentaban al mirar con atención su piel. Su mirada hablaba por ella, aunque sus labios enmudecieran sellados con la tristeza y el dolor que ella se negaba a dejar salir… ni a pronunciar palabra que le diera vida a lo que la mataba.
Quizás increpara contra alguien o fuera áspera y ruda: no era ella, era su dolor que se le volvía furia. Pues, poco a poco ella también moría... Por eso, no quería dormir, solo estaba alerta al rostro de su ser amado, pero tarde o temprano, el sueño la vencía y era como si muriera, un rato.
Cada noche, desde que él había caído en cama, ella se acurrucaba a su lado y, en cuanto se dormía, comenzaba a decirle: “quédate conmigo, no te vayas tan pronto, aún sé tan poco de tu vida antes de mí… Cuéntame de tu infancia, dime: ¿qué tan alegre y feliz fuiste de niño? Pero, conocía la respuesta, muchas veces lo había escuchado decir: “Fui un niño muy alegre y muy feliz”. Entonces, ella que era toda contradicción, sospechaba que solo era una careta, la máscara que a él le gustaba usar cuando alguno se atrevía a dudar de que sabía sonreír… Y, eran los que no lo conocían bien, no como ella.
Qué había en realidad detrás de esa expresión: “Fui un niño muy feliz…” Ahora, ella también lo sabía. Hubo una vida hermosa, una que él se construyó libremente con firmeza y tranquila expresión, en derredor de sus estudios primarios, de la secundaria, y posteriores... ¡Cuánto ama, recordar su Secundaria!
…Y fuimos allá, él quiso regresar a ver cómo estaba su escuela, en la que se quedó los tres años, a pesar del intento del padre por cambiarlo cuando se mudaron de casa… Recordó y nos dijo el nombre completo del Director de hacía sesenta años, ese que le negó al padre que lo cambiara de escuela: “…este niño se queda aquí…aquí fue inscrito, y aquí hará los tres años”. Se le iluminaba la mirada con un brillo único en sus ojos, al recordar ese hecho de su pasado.
Ahora, de noche, en aquella habitación donde ambos dormían, las cortinas permanecían cerradas. A ella siempre le gustó la media luz, la penumbra y el silencio de la noche. Disfrutaba la soledad en compañía de su amado, con quien había recorrido tres cuartas partes de la edad que ahora tenían ambos. De día, las abría, recorría la cortina gruesa y dejaba solo la transparente, para que entraran algunos rayos de sol.
Los días pasaban… y, el mal no lo dejaba tomar de nuevo sus fuerzas, su firmeza en las piernas, sus músculos habían huido, pero no importaba, ¡claro que no!, con su amor, con sus tés, con sus licuados, con su dieta diaria, con las medicinas, ella lograría que él volviera a ser el mismo de antes: “¡Sí, sanarás… imploraré, no dormiré, haré cuánto me digan que sirve para aliviarte!”
Ya lo verás, aquí seguiremos, discutiendo, riendo, caminando por los parques del barrio, viendo a los hijos amarse a sí mismos tanto como entre ambos, amando a sus parejas… ¡Ya lo verás! …en un año: Dios, la vida, los médicos, la buena alimentación, los sonidos… Pero, sobre todo, nosotros: haremos el milagro. ¡Nos falta tanto por compartir!
“No se te ocurra morir en domingo, ni en ningún otro día… ¡No mientras yo viva! Murmuró, con un nudo en la garganta y una determinación inquebrantable en su mirada y pensamiento”.
El latido justo del tiempo
Carlos A. Ponzio de León
Enrique odiaba dormir solo. Lo hacía en su cama matrimonial, del lado derecho, porque en el centro se formaba un pozo y para él, esa parte del lecho lo hacía hundirse dentro de una tumba que lo oprimía quebrándole los huesos y arrebatándole el aire. Evitaba acostarse consciente de su soledad, le impedía conciliar el sueño. Tomaba cuatro o cinco cubas a partir de las diez de la noche, sentado en su sillón para dos, viendo series de televisión en secciones de dos capítulos por noche. Dos horas más tarde y mareado, se dirigía a la cocina, tomaba un par de aspirinas, apagaba las luces y se metía en la cama sin cepillarse los dientes. Dormitaba tres horas hasta que se levantaba a orinar con un muy ligero dolor de cabeza. Regresaba directo para intentar descansar, en la medida de lo posible, el resto de la noche. A las seis de la mañana sonaba la alarma del teléfono. La suspendía y la volvía a programar para que se encendiera diez minutos más tarde. El suplicio de despertar se repetía. Por la ventana notaba el cielo comenzando a clarear como un trozo de hielo que emerge del fondo de un vaso oscuro de cuba. Enrique se desenterraba de debajo de las cobijas y buscaba a tientas las pantuflas. Sentía el pequeño bulto y dejaba que los pies se movieran por sí mismos. Con el corazón palpitando como si un monstruo marino hubiese entrado a su recámara para despertarlo con un grito, se impulsaba con fuerza casi inhumana hasta chocar su cabeza contra la pared escarapelada junto a la cama. Era momento de comenzar su diario viaje al mundo de las inconsecuencias: un empleado más y humillado, en la oficina gubernamental del registro civil de los matrimonios y divorcios de la ciudad.
Enrique había estado casado. Tenía dos años divorciado. Los kilos daban constancia de ello. Con frecuencia se sentía avergonzado cada vez que recordaba el día de su boda. El trámite lo había realizado la pareja con ilusión: en esa misma oficina donde laboraba Enrique: Su compañero más querido había sido el responsable de leer el código para exhortarlos a procurarse respeto, igualdad y ayuda mutua. La epístola de Melchor Ocampo del siglo XIX fue leída con elocuencia; pero cuando se escuchó el pasaje en el que la mujer debía ser sumisa y obediente, una pequeña risita golpeó las cuerdas vocales de la novia, lo que a nadie preocupó, viviendo ya en pleno siglo XXI.
Bastaron tres años para que ella se enamorara de su propio jefe, trabajando en un reconocido despacho de abogados, y desmoronara y se desenamorara de su marido. Enrique y la mujer regresaron al registro civil: a divorciarse ante la vista y sorpresa de todos los compañeros de trabajo. Una masa densa y fría acompaña a Enrique todos los días desde entonces. Es una podrida fruta la que le ayuda a pompear sangre desde su corazón. No tardó su voz en volverse fina: una hoja que rebana su garganta cuando pregunta a los interesados la información necesaria para llenar las correspondientes actas de matrimonio o divorcio.
Hasta aquel día en que llegó ante su escritorio una pareja desigual en edades. Una joven once años menor que el novio. Arribaron apurados, uno corriendo detrás del otro, pidiendo que nos les cerraran las oficinas, con los papeles y requisitos para la unión, en un folder de cartón bajo el brazo. Enrique detuvo su acción momentáneamente: prepararse para cerrar su computadora, pues el tiempo para la salida se aproximaba. Dejó escapar una notable mirada que arrebataría la confianza a cualquiera.
Revisó los papeles: Solicitud de matrimonio; actas de nacimiento; identificaciones oficiales; comprobantes de domicilio, ausencia de violencia familiar y sin adeudos de pensiones alimenticias… y… “¿Me pasa el examen de compatibilidad sanguínea?” “¿Qué es eso?”, preguntó el novio. “Sin ella, no podemos celebrar el matrimonio. En caso de incompatibilidad, sus hijos tendrían alguna enfermedad”. Palabras secas que provocaron silencio en la pareja: el cual sembró mayor silencio en el resto de los escritorios del lugar.
“No pensamos tener hijos”, dijo ella. Una pequeña risa burlona hubiera podido fotografiarse en el rostro de Enrique durante los siguientes cinco segundos.
Los novios carecían de dinero para rentar un lugar donde vivir juntos. De hecho, después de la boda, cada uno seguiría viviendo con sus padres. Él contaba con trabajo y, por tanto, con Seguro Social. Ella, no. La novia era quien padecía cáncer y requería operación urgente. Un día más y los papeles de matrimonio no estarían listos para ingresar a los servicios de salud ese mes. Perderían la oportunidad de programar la operación a tiempo. Así se lo explicaron los jóvenes a Enrique, quien observó con asombro a la pareja. ¿Y el amor? Segundos más tarde, dijo: “Miren… si hago el trámite, yo puedo perder mi trabajo… y usted la vida de un hijo si no les advierto… pero ya les advertí…Y como a mí tal vez me venga bien cambiar de empleo, vamos a hacerlo”. Con la voz suave de un bisturí que retira con cuidado el mal: les indicó la sala donde debían esperar al juez, para ser casados diez minutos más tarde… La operación médica se realizó al latido justo del tiempo… y salvando una vida.