Yusuke Narita, un japonés de 37 años, profesor de economía en la elitista universidad de Yale (EE.UU), ha dado con la solución al problema de la crisis económica que acompaña al envejecimiento extremo en Japón: el suicidio masivo de ancianos. Y los anima a hacerse un seppuku, una práctica de los samuráis, que se destripaban como demostración de honor. La estúpida y aberrante idea de Narita no es una excepción, pero él, animado por la vanidad del clic, ha sido capaz de verbalizarla.
Sus miles de seguidores están convencidos no solo de que los ancianos han de dejar paso a las generaciones jóvenes, sino de que el estado debe recortar las actuales prestaciones sociales y, de paso, desahogar algunos metros cuadrados para extender un futón más grande. Japón es el país con mayor esperanza de vida –España el cuarto, ¡preparémonos!–, e, históricamente, su cultura les ha profesado una honda veneración. Animarles ahora a tal sacrificio colectivo demuestra una desesperación infinita y una amoralidad radical.
Nuestra percepción sobre el envejecimiento anda muy perjudicada. No nos enseñaron a bregar con el paso de los años. La vejez, entendida como declive, apenas cuenta con directores creativos que construyan un nuevo imaginario. Queremos congelar nuestro mejor rostro a esa edad que creemos la mejor de la vida, la de Narita, una treintena osada y pálida. Los viejos incomodan: sus carnes tiemblan porque saben demasiado.
La juventocracia les asigna butacas esquinadas y estancias en hoteles de playa en temporada baja, cuando la humedad es hostil. El edadismo es más difícil de incluir en los discursos estéticos –también en los telediarios– que el sexo o el color de la piel; tiene peor fotografía. La vejez nunca ha estado de moda, a pesar del encanto del estilo reforzado con la edad. En cuanto a Narita, ojalá en Yale le receten una buena droga.