Puro e impuro ante Dios

El concepto central en toda la discusión es el de la impureza

Volvemos en este Domingo XXII del tiempo ordinario a la lectura continuada del Evangelio de Marcos, después de haber leído, en los últimos cinco domingos, el Capítulo VI del Evangelio de Juan, que contiene el signo de la multiplicación de los panes y el discurso de «Pan de vida». En ese discurso Jesús declaraba que el verdadero pan del cielo, en contraste con el maná, es Él mismo; aclara que el pan que Él dará es su carne ofrecida en sacrificio por la vida del mundo y que quien come su carne y bebe su sangre tiene ya en esta tierra «vida eterna», que es una participación en la vida divina: «Así como el Padre, que vive, me ha enviado y Yo vivo por el Padre, así el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,57).

Concluida la lectura del discurso del Pan de vida, nos asalta la pregunta sobre lo que debemos hacer nosotros para gozar de un Bien tan grande, más que todo lo imaginable. El requisito único es creer en lo que Jesús ha revelado: «En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna» (Jn 6,47). Pero esa fe es también un don de Dios: «La obra de Dios es que ustedes crean en Aquel que Él ha enviado» (Jn 6,29). Jesús repite dos veces: «Nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede» (cf. Jn 6,44.65).

Bajamos como del cielo a la tierra al leer, en el Evangelio de este domingo, la discusión que tienen con Jesús los fariseos y sus escribas sobre la condición requerida para comer el alimento de esta tierra, el que Jesús llama «alimento perecedero» (Jn 6,27): «Se reúnen junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén... y le preguntan: "¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?"».

El concepto central en toda la discusión es el de la impureza. El término usado no tiene relación con la higiene, es decir, con una pureza que se adquiera lavando, sino que es un concepto religioso, que tiene relación con la condición de Israel de ser pueblo elegido, separado por Dios como propiedad suya. El término «fariseo» significa «separado» y se trataba de una separación incluso dentro del mismo pueblo de Israel. Se ha traducido por «impuro» el adjetivo griego «koinós» que significa «común», no separado para Dios, es decir, «profano». La tradición heredada de los antepasados de lavarse las manos meticulosamente, cuando se vuelve del mercado, y de lavar copas y jarros..., es el gesto de quitarse todo lo profano que se haya podido adquirir en contacto con los demás hombres y, sobre todo, evitar que todo eso entre en uno al comer -a esto se une la comida de alimentos declarados «impuros»- y de esta manera lo haga profano ante Dios.

Para entender cuán arraigado tenían los judíos estas tradiciones, podemos observar que el mismo Pedro, después de asistir a la enseñanza que va a dar Jesús sobre este tema, cuando en su oración ve una sábana bajar del cielo con todo tipo de animales, a la voz que le ordena: «Levántate, Pedro, sacrifica y come», él responde: «De ninguna manera, Señor; jamás he comido nada profano e impuro (koinós kai akáthartos)». La voz del cielo debió reprenderlo: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano» (Hechos 10,13-15). Y es que Pedro, a continuación, fue enviado a casa de Cornelio, el primer pagano que, de manos de Pedro, recibió el Bautismo y se hizo cristiano. La cosa no terminó ahí, porque Pedro fue reprochado por haber entrado en casa de un pagano y haberlo incorporado a los discípulos de Cristo. Pedro debió dar explicaciones. Pero, en realidad, no hacía más que acoger el mandato de Jesús: «Hagan discípulos a todos los pueblos» (cf. Mt 28,19).

Los fariseos que critican a los discípulos de Jesús por comer con manos no lavadas no están interesados en saber lo que piensa Jesús, como «Maestro», sino en descalificarlo como transgresor de las tradiciones de los antepasados. Por eso, Jesús los reprende -diríamos- con su misma moneda, considerando que los fariseos tenían como Escritura Sagrada, no sólo el Pentateuco, sino también los escritos de los profetas: «Bien profetizó Isaías de ustedes, hipócritas, según está escrito: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí" (Isaías 29,13)». Jesús traslada así la discusión sobre lo puro y lo impuro, lo que hace hábil para Dios o inhábil, al ámbito del corazón. En la mentalidad semita el corazón se identifica a menudo con toda la persona. En todo caso, abarca las dos facultades principales del ser humano: inteligencia y voluntad. Un judío conoce y ama con el corazón y es en este ámbito donde se juega lo puro e impuro.

Jesús da, entonces, una enseñanza solemne: «Llamó otra vez a la gente y les dijo: "Oiganme todos y entiendan. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda hacerlo profano (koinós); sino lo que sale del hombre, eso es lo que profana al hombre"». Jesús no discute que hay conductas del hombre que lo hacen inhábil para la unión con Dios y que le impiden participar de su vida divina. Pero disiente de los fariseos sobre cuáles son esas cosas: «Lo que sale del hombre, eso es lo que profana al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y profanan al hombre».

Ahora podemos volver sobre la condición que se exige del ser humano para recibir el «alimento que no perece», el que nos da Jesús, que comunica la vida divina. Lo diremos con las palabras de San Pablo: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examinese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso, hay entre ustedes muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos» (1Cor 11,27-30). Conforme a esta recomendación de San Pablo, que se basa en lo que Jesús enseña como «perversidades», la Iglesia enseña que para acceder a la Eucaristía es necesario estar ya en comunión con Dios y gozar de la amistad de Jesús, porque Él define así el efecto de ese alimento que Él nos da: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él» (Jn 6.56). En este sentido la Iglesia enseña: «Debemos prepararnos para este momento tan grande y santo... Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el Sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar...  La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús» (Catecismo N. 1385. 1391). Los fieles católicos deben conservarse en la amistad de Cristo para participar todos los domingos de esa unión íntima con Él, que es el efecto último de la Eucaristía.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo emérito de Santa María de Los Ángeles