Recientemente han sido noticia los escándalos de pedofilia clerical en diversos países, como Francia o Alemania. Nunca nos cansaremos de repudiar tan aberrantes hechos, sin embargo, puede decirse que algo trascendental ha cambiado el escenario. En efecto, antes era un grupo avezado de periodistas los que sacaban a la luz los trapos sucios de la Iglesia. Ahora, en cambio, es la Iglesia misma la que exhibe sus miserias, en un alarde de sinceridad y autenticidad.
La diferencia es radical y denota un cambio de actitud muy importante. Si antes fueron necesarias las investigaciones del Boston Globe, o las de Carmen Arístegui para perseguir implacablemente a los criminales y exhibirlos; ahora es la Iglesia la que toma la iniciativa y sin pudor alguno muestra su lado oscuro. ¿Cuál es el motivo? Indudablemente no se trata de un deseo de autodestrucción, o una especie de tirar la toalla con la actitud del que ya no le encuentra sentido a su causa. Se trata de un ejercicio de transparencia institucional y de purificación de la memoria.
La Iglesia misma es la primera interesada en ver lo que hay dentro de esa caja negra de la pederastia, para dimensionar su responsabilidad al respecto y pedir perdón a las víctimas. Por eso en Francia como país o en diversas diócesis alemanas, la última de ellas Múnich, han encargado a un agente externo que realice la investigación pertinente. Cabe decir que, en muchos casos, se abren heridas del pasado, que ya habían cicatrizado por la fuerza del tiempo. En Múnich, por ejemplo, se estudiaron expedientes prácticamente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Algo semejante sucedió en Francia; es decir, en la mayor parte de los casos, se trata de eventos acaecidos hace muchos años, de los que apenas se toma conciencia.
Ahora bien, este es un tema muy delicado, que puede prestarse a una especie de cacería de brujas. Utilizarse como expediente para empañar el prestigio de algunas personalidades, en forma selectiva. Tal parece ser el caso de Benedicto XVI, al embarrarlo con cuatro casos mal gestionados durante su mandato en la diócesis de Múnich hace más de 40 años. No podemos olvidar que siempre es injusto juzgar las acciones del pasado con el criterio presente. Han tenido que pasar muchas cosas tristes en la Iglesia para que cobráramos conciencia de la magnitud del problema; conciencia de la que hace 40 años se carecía. No le podemos pedir a un obispo de hace treinta, cuarenta o cincuenta años, que tome las medidas precautorias que se tomarían hoy por el mismo problema.
Lo que casi nadie ha dicho, del periodo en que Ratzinger estuvo al frente de la diócesis de Múnich-Freising, es que no hubo ni un solo caso de abuso sexual a menores. Los que le imputan al Papa emérito sucedieron antes fuera de su diócesis o después; es decir, cuando no tenía potestad sobre la misma ni capacidad de decisión. Las medidas disciplinares que no tomó, corresponden a las medidas que comenzaron a ser promovidas por el mismo Ratzinger 20 años después de los sucesos, al tomar conciencia de la dimensión que tenía el problema, gran parte gracias a la investigación del Boston Globe. Pero a principios de los años 80 del siglo XX, tomó las medidas usuales en aquel entonces; en el caso más sonado, retirar de la práctica pastoral a un sacerdote y someterlo a un tratamiento psiquiátrico.
La Iglesia ha reaccionado tarde, pero ha reaccionado, gracias en gran medida a los escándalos periodísticos: Boston Globe, Maciel, Karadima. Ahora ha aprendido la lección: no esperar a que los medios ventaneen sus miserias, sino mostrar todas las cartas sobre la mesa, en un ejercicio de humildad y transparencia, orientado a pedir perdón, reparar y purificar la memoria. Ha seguido entonces el consejo que daba Valentina Alazraki a los obispos en una reunión organizada por el Papa Francisco para estudiar el tema del abuso sexual en la Iglesia: adelantarse a los periodistas. Cabe preguntarse si otras diócesis latinoamericanas seguirán el ejemplo de Pensilvania, Berlín, Múnich y toda Francia. O si la experiencia del escándalo orquestado por este acto de sinceridad aconsejará un silencio prudente. Pienso que, aunque doloroso, se trata de un proceso necesario, un paso duro y difícil que la Iglesia debe dar para recobrar credibilidad.