Temblor de hojalata
Carlos A. Ponzio de León
Diana salió de la cocina y divisó en una de las mesas que tenía asignadas, a un comensal que no había visto antes en el restaurante. Se dirigió a la barra y obtuvo un menú. Se aseguró de llevar una pluma en el delantal y caminó hacia la puerta de entrada, dobló a la derecha hacia el ventanal que daba a la calle de Valencia y encontró el gabinete para dos donde estaba sentado el nuevo huésped. “Buenos días. ¿Le dejo el menú?”. “Por favor”. Diana se alejó para dar tiempo al hombre para que decidiera qué desayunar. Se trataba de un joven de veinticinco años que cargaba con una mochila a la espalda. De lentes, barba y cabello sin peinar. Abrió el menú y miró rápidamente los precios. No frecuentaba restaurantes. Prefería almorzar en casa para no gastar. Pero esa mañana, había decidido festejar su logro de la noche anterior. Cuando se decidió sobre qué pedir, abrió su mochila y extrajo una libreta. Hojeó hasta encontrar el poema que había escrito la noche anterior. Treinta versos libres con imágenes de un bosque que nunca es visitado. Riachuelos por donde viajan peces pequeños y coloridos. Metáforas que se estrellan contra la luna que alumbra las copas de los árboles. Esa mañana, sintió que estaba más cerca que nunca de convertirse en poeta.
Diana regresó. “¿Listo para ordenar?” “Le encargo el paquete de los huevos con jamón y un jugo de naranja”. “Los huevos con jamón van muy bien con un batido de salmón”. El hombre abrió los ojos a pesar de que se le cerraban un poco por la desvelada que había sobrellevado esa noche. “¿Un batido de qué, perdón?” “De salmón. No está en el menú, pero puede ser intercambiado por el jugo de naranja. Yo se lo pido directamente al chef. Es delicioso”. “No, le encargo el jugo de naranja”. “Créame, también es saludable. Si no le agrada, se lo puedo cambiar por el jugo de naranja, sin problema”. “De acuerdo, tráigame el batido de salmón”. Diana no se tomó la molestia de apuntar nada en su pequeña libreta. Fue directo a cargar la información en la computadora con el software restaurantero. Luego se dirigió a la cocina para avisarle el chef que, en lugar del jugo de naranja, debía preparar el batido de salmón que ella misma había inventado… por necesidad.
Esa necesidad que tenía Diana de inventar batidos y otros tipos de bebidas, y que fueran del agrado de los comensales, se debía a un gusto que había desarrollado en la infancia, pero no por la cocina, sino por la poesía. De niña escribía poesía rimada. Aprendió de coplas, canciones y sonetos, pero a su madre no le parecían interesantes sus obras y pronto la desalentó. “Hija, eso de la poesía no te sale bien”. Pero el gusto lo conservó. Durante su infancia y adolescencia leyó poemas. Leía y releía los “Ocho siglos de poesía” de Francisco Montes de Oca y adquirió la obra completa de sus poetas favoritos: de Jorge Manrique a Octavio Paz y Jaime Sabines, pasando por Góngora, Quevedo y la Generación del 98. Ahora, con veintidós años y siendo mesera, se complacía en lograr que sus comensales ordenaran platos que rimaban entre sí. De ahí venían sus inventos culinarios.
Si alguien le ordenaba unas enchiladas suizas, le ofrecía también dos pedazos de pizza. Los pepitos irían acompañados por plátanos fritos, como postre. La ensalada de atún, con un pedazo de pastel embadurnado con betún. Las entomatadas, con un plato de habas; un pedazo de carne asada, con una “platanada”; y así, sucesivamente: tenía completamente estudiado el menú, como cualquier buen mesero.
“¿Cómo estuvo su batido?”, le preguntó Diana al joven cuando él hubo terminado con el desayuno. “Delicioso; nunca lo había probado”. “Es creación mía”. El muchacho se quedó tan perplejo como cuando escuchó la sugerencia de probar un batido de salmón con sus huevos con jamón. “¿Qué escribes ahí?”, preguntó Diana, señalando la libreta y tratando de descifrar lo que había en la página. “Un poema sobre la soledad”, respondió él, y continuó: “lo escribí anoche, y me gustó tanto que decidí festejar, vine a desayunar aquí”. “Me gustaría festejar contigo”, respondió ella.
Ninguna mujer tan atractiva como Diana le había coqueteado al muchacho, en su vida. Le temblaban las manos. “¿Puedo sentarme un minuto?”, le preguntó ella. “Me gustaría leer tus poemas”. “Te los puedo enseñar todos”. Diana hojeó la libreta. Le sorprendieron imágenes como “estatuas de agua”, “teclas del viento”, “el ruido de los libros”. Aquello que leía era la canción de amor que había estado esperando toda su vida. “¿Quieres ser mi novio?” “Con gusto”. Y Diana le dio un pequeño beso en los labios… que fue el temblor de una hojalata cuando se quema ante el fuego. Y nada más.
¡Qué quieres que te diga!
Olga de León G.
¿Por qué escribo? No para qué; sino por qué. Por lo general, lo sé. Sé por qué y para qué y para quién o quiénes escribo. Hoy particularmente no lo sé. Me lo cuestiono justamente porque lo ignoro.
Ayer fue un día pesado… Solo pesado; cómo lo sé, porque los he tenido peores. Y, una noche infame, antes de ir a la cama, pasé por la cocina a dejar un vaso y la tasa en la que tomé un té sin cafeína en el recibidor frente al cajón idiotizador, para adormecerme.
En cuanto entré a la cocina, recordé lo que había dicho en voz alta hacía una hora (antes de dormitar en mi sillón reclinable): hoy no lavaré las vasijas de la cena; no, y no lo haré porque estoy cansada, harta de lavar platos, vasos y cubiertos, y por si eso fuera poco argumento, además tengo mucho sueño.
Promesa, juramento y exaltación vanos: siempre acabo haciéndolo: lavo los trastes, limpio desayunador, recojo migajas de la estufa y los manteles individuales… Resultado, termino por espantarme el sueño. El cansancio sigue, que disfrazado con un Paracetamol, se transforma en energía para volver al ordenador de palabras que había dejado abierto y con tres líneas sin concluir la tercera. Nada sale de un cerebro y cuerpo cansados. Voy a la cama: mi compañero de vida, que no duerme (él duerme todo el día), empieza a hacerme plática y entre sus levantadas y mis alertas y cuidados a que vaya y regrese con bien, yo tampoco duermo.
Quiero escribir, quiero escribir algo gracioso, algo que haga reír a los lectores. Se preguntarán si sé cuántos son. Bueno, me dirán, un más o menos: No. Ni remota idea tengo de ello. A lo mejor solo dos o tres de mi familia y otros tres, quizás, amigos. Pero, si no fuera porque mi imaginación e ingenuidad son realmente espléndidas, tanto que me hacen sospechar que me engaño y tengo un buen número de seguidores que se divierten esperando cada semana algo mejor que la anterior, no retomaría este amado oficio de escribir, como lo vengo haciendo cada semana, a pesar de que hoy, precisamente hoy, no sepa por qué.
Todas las personas pasan por situaciones difíciles en diversos momentos de su vida. Y mi vida no es mejor ni peor que la de algunos o cualquiera. En estos últimos dos años he conocido mucha gente de cuyos retazos de vida, contados en una fila para surtir medicamentos o una sala de espera para entrar a consulta, podría sacar un gran relato, un buen cuento o una enternecedora historia, aunque no fuera fiel a la realidad. Pero, pienso que a nadie le gustaría ver su vida tal cual expuesta en una página impresa. Por eso, siempre he creído que lo mejor es mostrarme como un caleidoscopio, en donde el otro o los otros encuentren matices y pinceladas de su personal acontecer a través del que me adjudico, o fielmente expongo.
En esos lugares comunes, de atención a la salud en Instituciones o Nosocomios públicos, asistimos personas de diferentes estratos económicos, culturales o niveles de estudio diversos, y he podido comprobar que los más humildes -de corazón y bolsillo- suelen ser también los más ricos en regalos de vida para el necesitado. Pero, no se puede generalizar, no siempre es así; también entre los educados y cultos, los menos pobres o más ricos, también existe mucha gente maravillosa.
Y no se diga entre los médicos -doctores y doctoras-, la inmensa mayoría son tan profesionales como humanos, igual que sus asistentes o secretarias, ya que no son sino el rostro del mismo jefe.
En lo que la mayoría de los derechohabientes coincidimos es en que el personal de la Farmacia (aclarando: ¡No todos!), por lo regular dan un trato áspero y algunos de ellos, hasta grosero: ¿por qué? Ni lo sé, ni lo entiendo; pero, así me ha tocado también a mí. Más en el turno de la tarde (¿estarán cansados, porque vengan de otro trabajo?), que en el de la mañana.
Mi humilde reconocimiento al enorme esfuerzo que realiza el personal de las Clínicas y Hospitales del IMSS. El número de pacientes que son atendidos diariamente, rebasan con mucho la capacidad de número y fuerzas de todo el personal que en tales Instituciones laboran. Y, no obstante, encuentro personal con un sentido de servicio casi heroico y estoico: entregados a sus mejores causas y razones.
Ellos sí tienen un por qué muy claro. Yo, empiezo a descubrir, en este texto, por qué no sabía, por qué escribir:
Porque hoy, no tenía un cuento qué ofrecer: solo un retazo de vida compartida. ¡Qué quieres que te diga! Un poco de ficción y mucho de verdad.