Un gallo para Esculapio
Olga de León G.
Quién pudiera entender mejor a Sócrates, que el mismo Sócrates: nadie, supongo. Si la ironía no tuviera padre, Sócrates sería el idóneo progenitor de tal elocuencia y sabiduría.
Hay cuentos que son joyas del pensamiento clásico y otras de la verbena popular que se parecen tanto entre sí, que nadie sabría si el dicho proviene de uno o de la otra, cuando lo enuncia alguien de su estirpe o del barrio, con la misma grandilocuencia.
Así fue como Sócrates en voz de "Clarín" dejó encargado a Critón de que matara un gallo para pagarle a Esculapio el favor de vida que le hacía al quitársela, y con ella llevarse sus penas y sufrimientos, fueran justa o injustamente sufridos por el de Alopece.
Qué cosas tienen en su testa algunos humanos, hermana. Sí, ¡qué cosas! Unos sanos y sabios que buscan la muerte y quieren agradecer al dios de la muerte por su partida del mundo, y al mismo tiempo ordenan al discípulo y amigo que mate un gallo en honor del que tal les concede: morir y, ¡ya!
¡Cómo!, entonces, por eso me persiguen y acosan con tanto ahínco. Apenas puedo creerlo. ¡Qué les sucede!
El gallito pinto, el más flaco y pequeño del barrio, mira a su hermana la gallinita cacareadora y le dice: Y, ¡yo qué hice! Por qué Critón me acosa y quiere matarme. A ese Esculapio ni lo conozco y si Sócrates mirarme siquiera de reojo pudiera, me mandaría dormir una siesta a diario y comer una buena cesta del mejor pasto con gusanitos de tierra, para ver sí así crezco y me desarrollo un poco, al menos... "yo digo", antes que matarme para regalar mi cadáver a Esculapio.
La Filosofía, naturalmente no es lo mío, hermanito querido; pero sí te digo que conmigo se las verán si a ti te pasa algo, antes de que engordes un poquito y nuestros padres se sientan orgullosos de ti, por algo, por cualquier cosa, mi gallito pinto querido.
Sí, eso es, hermanita, no se vale tanta "enjundia"... -Será injusticia, mi pequeño hermanito... -No, enjundia: Que médula es lo que le falta a ese tal Sócrates, para querer sacrificarme al dios del otro mundo, solo porque él prefirió cambiarse de barrio y yo creo que de bando también: No es mi culpa que lo acusen de lo que nunca ha hecho... o de lo que él no sabe que haya hecho o pensado siquiera hacer: "pervertir jóvenes".
Bueno, hermanita, por lo pronto: tú no me has visto ni sabes en dónde pueda estar: pregunte quien pregunte por mí.
De acuerdo hermanito; y mientras, ¿tú qué harás? Deja pienso bien una idea a la que le doy vueltas hace rato: Poner polvo entre nosotros. ¡Huir! Irme a Sicilia o buscarme un buen hermano sicario, que me defienda de los sabios y nobles atenienses... que de verdades y conocimientos ya me cansé. De ideas no vive el hombre y tampoco de verdades que matan sin mirar la paja en el ojo ajeno... Al fin y al cabo, ni la paja ni el ojo son riquezas ni capital alguno.
¡Ay!, mi gallito pinto, a mí se me hace que tú ya te asocreteaste o te pegó algún viento raro con este duro trance por el que estás pasando. Mira, mejor sí vete a Sicilia, consíguete una buena novia y, además, arrímate a buen árbol, a uno de esos que te den buena sombra y ni lo pinto se te note. Así Critón no dará contigo y Esculapio no recibirá regalo alguno... por razón más absurda como la que Sócrates con su ironía, pretendía darle.
"Addio, dolce vita", alcanzó a exhalar el gallito pinto, cuando Critón le retorció su delgado cuello... Y, en rodándole un mar de lágrimas, la gallinita cacareadora gritó: ¡"injundioso" y falso Sócrates: tus palabras te ahoguen y mueras una y otra vez más! ¡Viva la ironía!, ¡muera la falsa verdad!
De amor y respeto
Carlos A. Ponzio de León
Rocío descendió del auto de su novio. Llevaba la prueba de embarazo aún cerrada, dentro de su bolsa. Nerviosa, abrió la reja de su casa. Subió escaleras, metió la llave en el cerrojo y abrió la puerta de madera, temblorosa, como oruga que camina sobre el pasto. Rocío entró al baño, obtuvo la prueba y se sentó en la taza. Esperó unos minutos, mordiéndose los labios, mirando el lavabo y el espejo, el bote de papeles sanitarios, el piso de mosaico gris y cuadros blancos que cambiaban de tamaño. Escuchó pisadas de tacón en el segundo piso. Su madre estaba en casa. Miró su reloj negro de pulsera y confirmó que habían transcurrido unos minutos. Abrió la boca, aspiró profundo y miró el tubo de plástico: dos líneas rosadas... A sus diez y nueve años, Rocío estaba embarazada.
En el piso de arriba, la madre de Rocío se peinaba de prisa, pasando cepillo y espray fijador sobre su cabello, pero pensando, más que en su imagen envejecida en el espejo, en las preocupaciones por su hija. Una rebelde que, quizás, hacía todo lo posible por molestar a los padres. Una adolescente que se besaba con otras chicas cuando tenía novio, que llevaba tres años consumiendo marihuana y a quien había internado ya dos veces en grupos de rehabilitación. La última vez, la hija había escapado del centro sanatorio junto con otro paciente, veinte años mayor que ella. Se ocultaron durante dos meses en casa de él. Ahora la situación estaba fuera control: La madre había encontrado en la recámara de su hija: cocaína y piedra. Creyó en lo que le había dicho la psicóloga: El problema de su hija era de autoestima. Pero ¿cómo podía ella, como madre, ayudarla? ¿Qué debía decirle y de qué manera?
En el piso de abajo, encerrada en el baño, Rocío lloraba con los ojos entrecerrados, con las pupilas hinchadas. La saliva se le escapaba de la boca y la mucosidad de la nariz resbalaba hasta el suelo. Trataba de controlar el llanto para hacer el menor ruido posible, más los sollozos eran las bocanadas de una niña que ha perdido su muñeca. Se limpiaba el rostro con el torso de la mano, cuando las lágrimas nuevamente desbocaban río adentro y volvían a inundar sus mejillas.
Arriba, la madre de Rocío distinguió los gimoteos. Se quedó quieta, observando sus pupilas reflejadas en el espejo. Distinguió un destello, el brillo cristalino de una lágrima a punto de escapársele. Soltó el cepillo y el espray y se dirigió a la escalera. Descendió a la planta baja y ubicó el lloriqueo. Tocó a la puerta: "¿Qué pasa, Rocío?" El llanto se volvió un chubasco pleno. La hija abrió la puerta casi de inmediato. "Estoy embarazada". Su madre comenzó a llorar sabiendo la responsabilidad que se le venía a su hija. "Tienes que dejar todas esas drogas, hijita mía". Rocío recargó su cabeza sobre el pecho de su madre y la movió de arriba a abajo, una y otra vez. Esa misma noche, tiraron a la basura los estupefacientes.
Pasaron dos semanas y la madre de Rocío volvió a entrar en la recámara de su hija. Caminó rozando la orilla de la cama. Escuchó un ruido fuera de la casa. Se asomó por la ventana. Se trataba del auto del vecino que llegaba. Cerró la cortina. Volvió a rodear la cama hasta el buró. Abrió el primer cajón; nada extraño encontró ahí. Abrió el segundo; estaba casi vacío. Abrió finalmente el tercero y esculcó bajo la ropa; nada extraordinario. Pero ahí estaba... en el ambiente, ese olor peculiar que se había ido hacía dos semanas y que había vuelto la noche anterior. Levantó el colchón y metió la mano debajo. Se topó con un plástico. Lo jaló y encontró: cocaína y piedra. Salió del cuarto.
Bajó a la cocina. Dos horas pasaron con la lentitud de un bote de vela que cruza el Atlántico. Estuvo pensando en lo que diría, en que le aclararía a su hija las consecuencias de estar consumiendo drogas con el embarazo, en la carga que eso traería para ella y su bebé. Les daba vueltas a las palabras. Comenzó a dormitar a pesar de las tres tazas de café que había bebido. La despertó el ruido de la puerta. Había oscurecido. Encendió la luz. Su hija entró en la cocina. La madre la miró con la rectitud del acero. Con la vista hizo una señal hacia la barra de la cocina, directamente a la bolsa de plástico. "¿Y esto?". Rocío guardó silencio. Bajó la mirada; trató de perderla entre los cuadros blancos del mosaico del piso. "Mírame. ¿Quieres tener al bebé, o no quieres? Porque si no quieres, te ayudo".
La madre de Rocío no había pensado en decirle eso. Le salió del alma agotada. Ella misma se sorprendió de sus palabras; fueron frontales, pero necesarias: La madre no podía hacerse responsable por las decisiones de su hija. Podía apoyarla en lo que decidiera; pero el problema, en realidad, no era suyo.