Ciertos deberes cívicos me llevaron recientemente a visitar mi antigua escuela primaria. Al cruzar la vieja reja principal, los años se agolparon de manera repentina y el breve tránsito espacial se convirtió en un largo viaje en el tiempo. La modesta arquitectura de escuela rural (devorada por el incesante crecimiento urbano) lucía ahora más anacrónica: largos bloques de aulas de un piso, con paredes de ladrillo y techumbres de dos aguas, los ventanales amplios y el piso de cemento crudo. Lo básico para poder recibir a una treintena de infantes sentados de dos en dos en unos muebles prehistóricos llamados mesabancos. El anacronismo no era, en este caso, algo malo, al contrario: representaba el desajuste necesario para desdoblarme un poco y mirar la realidad inmediata desde otra perspectiva. Al menos así lo sentí cuando comencé a caminar por los pasillos y patios.
En esos viejos salones aprendí el alfabeto y los números, pero en los patios de la escuela tuve otro tipo de enseñanza: la social. El convivio con personas cercanas y lejanas a mí; diferentes, pero, en el fondo, iguales. No sé si la comparación sea un oficio o un defecto, en todo caso, y con dosis adecuadas, estimula la imaginación y nos hace ponernos en los zapatos de los demás. Viendo hacia atrás, el primer ejercicio democrático consiste en el intercambio de experiencias y en aprender a habitar entre diferencias. Lección aprendida de manera indirecta en aquellos parajes de la escuela primaria. Y no dejaba de ser irónico que pensara en ello mientras hacía fila en los mismos patios escolares en los que hacía tantos años comparaba y contrastaba mi vida de niño con las de mis compañeros y amigos.
Ahí también aprendí a narrar mis gustos y aficiones (y también a describir mis fobias). Al relatar, me describía, de manera indirecta, a mí mismo y de cierta forma comenzaba a definir mi identidad. ¿Quién era entonces? ¿Quién soy ahora? ¿Hay continuidad entre el niño que fui y la persona adulta que trato de ser día a día en la actualidad? Intentaba ahora hacer el mismo ejercicio mientras transitaba por el patio. Todos los días, durante el recreo, hacíamos corro, a veces grande, otras, minúsculo, para comentar el programa de televisión visto la noche anterior, el último partido de fútbol o béisbol, o la revista leída el fin de semana. Los recuerdos se intercalaban y seguramente se confundían, pero la imagen del lugar no cambiaba: la larga plancha de cemento, los muros de piedra, la tupida arboleda en los costados y su larga sombra (o resolana, dependiendo la hora). No sabría decir si el tiempo que pasaba de lunes a viernes ahí iba más allá de los 30 minutos, pero era suficiente. En ese lapso experimentaba un mundo diferente al de mi casa y al de las aulas. No siempre era agradable, por supuesto; como sucede con la vida: todo tiene un lado A y un lado B.
Supongo que después he buscado esa sensación en cafés y parques, y lo sigo haciendo hasta hoy, aunque sé que cada vez me resulta más difícil encontrarla. El primer exilio que padecemos, como sabemos, es el de la infancia. Podemos regresar a sus territorios y, sin embargo, de alguna manera seguimos afuera de ellos, como si los miráramos a través de una ventana enrejada. No podemos regresar a esos días ni tampoco debemos darle la espalda al momento actual. Estamos atrapados en el instante presente. Quizá por eso asistí de nuevo a mi vieja escuela: para manifestar un deseo de pertenencia y de representatividad. No sé si esto se logrará algún día, pero ahí, en esas aulas y en esos patios escolares, imaginé por primera vez el país que habito. Y lo sigo imaginando desde entonces.