Secretos de un padre
Olga de León G.
La feria se había instalado en el lugar de siempre. Todo el pueblo estaba entusiasmado porque ya era la mejor temporada del final del verano e inicio del otoño. Las calles se vestían de colores, la gente se veía siempre sonriente, como si fueran realmente felices y nada malo sucediera en sus hogares, ni en el barrio donde vivían.
Joaquín, quizás era el niño más feliz, no del pueblo sino de todo el mundo. Les acababan de avisar del hospital donde se hallaba su madre internada, desde hacía casi dos meses, que había un donante de corazón para Aurora. El padre de Joaquín había reunido a sus hijos y la hermana menor de su mujer -la cual vivía con ellos-, para comunicarles la buena nueva. Y avisarles, que tenía un nuevo trabajo que le permitiría pagar la parte que le correspondía a la familia por la operación.
Joaquín, quien era el último de sus cinco hijos, se acercó a su padre y le dijo que él también quería ayudarle a pagar por el corazón para su mamá.
El niño poco entendía de costos y pagos, ni de trabajos que permitieran pagar una deuda adquirida del tamaño que su padre se echó a cuestas. "No hijo, no puedes, tú tendrás que cuidar a tus hermanas, pues yo no estaré en casi todo el día".
Ese diálogo sucedió, veinte años atrás. Ahora, todos los niños eran adultos, Joaquín tenía casi treinta y la mayor de sus hermanas, recién había cumplido cuarenta años. La madre sobrevivió a su padre, quien murió a manos de la policía, en un enfrentamiento entre narcotraficantes y autoridades corruptas, que peleaban por la plaza que controlaban los hermanos García, jefes del esposo de Aurora y padre de Joaquín. Ellos jamás supieron a lo que se había dedicado el hombre fiel y amoroso esposo y padre ejemplar para sus hijos.
Las cosas más simples de la vida, como trabajar honradamente, limpiando pisos y baños, de seis de la mañana a ocho de la noche, en un hospital, el mismo en donde fue operada su mujer del corazón y que sobrevivió gracias a una donación anónima, dirigida específicamente para ella, por la familia del difunto, son a veces las que cambian la vida de los involucrados. En este caso, del esposo de Aurora, en quien ya habían puesto los ojos los jefes de la familia del donante: un capo mayor de los García. Pues vieron su necesidad, y sus fuerzas para el trabajo...
Nada supieron en su casa, hasta el día en que les entregaron su cuerpo y una carta de despedida para la esposa e hijos, la cual ya había sido abierta. Así supieron que la familia nada tuvo que ver con las actividades del padre y esposo. Solo una frase al final de la misiva le dio a Joaquín una pista de dónde buscar respuesta a sus dudas: "Dios en tu corazón, amada mía, y en mis manos antes sin mácula, dejo el legado para nuestros hijos y para ti: recen por mi alma, ante la imagen inmaculada de la Virgen del Rosario y besen sus pies, en señal de que me aman y perdonan. Siempre los amé yo, Pablo."
Tres días después del entierro, Joaquín fue a la Iglesia y ante la escultura de la Virgen del Rosario que estaba a un lado del atrio, se arrodilló, besó sus pies y poniendo una mano en el que tenía una especie de raspadura reciente, logró que se abriera uno de los ladrillos sobre los que se sostenía la efigie sagrada y pudo introducir la mano y sacar, por un lado, una funda que llevó consigo a su casa. Nadie lo vio a esa hora, ya que nadie había en la iglesia, porque el templo estaba en reparación después del último temblor, que dañó un poco su estructura.
Ya en su casa, abrió la funda que contenía un cofre de madera y dentro de él, una carta dirigida a cada hijo y otra para Aurora, su amada esposa, a quien tuvo siempre, por su inspiración para actuar dentro del bien... hasta el día en que los capos lo hicieron presa de sus infames órdenes, a cambio de un corazón para ella.
A ninguna de sus hijas ni a su mujer les da explicación sobre el contenido de ese sobre, que llevaba una carta y una llave que abría un depósito personal a nombre de cada quien, en el banco que tenían muy cerca de su casa, y en donde conservaban sus ahorros.
Solo Joaquín supo la procedencia de ese dinero y el gran esfuerzo y sacrificio de vida que su padre pagó, para dejarles el legado que les dejó.
Los cuidados de la pobreza
Carlos A. Ponzio de León
Ese domingo, Juan y su mujer se levantaron a las ocho de la mañana. La pareja sin hijos rondaba los treinta años y solían despertar más tarde los fines de semana. Eran extranjeros viviendo en país de lengua exótica, a cuatro mil kilómetros del terruño paterno. La madre de ella les había depositado veinte dólares para que pudieran desayunar en un restaurante. ¿Necesitaban el dinero? Eligieron un sitio que diariamente veían en el camino al trabajo. Se les antojó el lugar porque a través de los ventanales, se miraba acogedor, con mesas y sillas de madera, con asientos acolchonadas por almohaditas amarillas y recubiertas las mesas con manteles a cuadros rojos y blancos. Hacía un año que no comían fuera de casa; desde la mudanza que habían realizado para acomodarse en el barrio más barato que encontraron, en transporte público: a dos horas de camino de sus trabajos.
La más grande felicidad de la pareja era que llegara el sábado por la noche. Compraban una botella de tequila reposado, de una marca desconocida para ambos, y la bebían en la mesita central de la cocina, mientras escuchaban música, intercalando una canción elegida por uno y otra elegida por el otro. Ni juntos, ni por separado, habían pasado limitaciones como esas.
En la universidad, él nunca traía dinero para los cigarros; pero no faltaba quién se los comprara. Ni traía un quinto para tomar un café; pero había quién se lo invitara. No desayunaba. Ni traía morralla para la comida; pero tenía quién le invitara a comer pasado el mediodía. Regresaba hambriento por las noches, a cenar a casa de sus padres. Diariamente cargaba con los diez pesos necesarios para ir y venir a la universidad en camión y a veces los ahorraba, porque tenía quién lo llevara de regreso a su casa en auto. Vivió bajo el techo de sus padres, durmiendo en cama individual propia, con baño compartido, donde podía ducharse con agua caliente y con disponibilidad de un escusado limpio y funcional. Había medicinas cuando enfermaba. No tenía para comprar libros, pero se los regalaron, o robó uno que otro de entre librerías y bibliotecas. Su padre pagaba la modesta colegiatura, altamente subvencionada por el Estado, de la universidad pública donde estudiaba. Para las fiestas de fin de semana con los amigos, nunca traía alguna moneda que le permitiera cooperar para las cervezas, pero alguien se las invitaba. Varios amigos le pagaron vacaciones: a la Ciudad de México o en alguna playa. Cuando descubrió el sexo con su novia, hubo amigo que le prestara su cuarto de departamento, o encontraba sitio dónde acomodarse. Para eso, la juventud nunca encuentra barreras.
Sí, de joven había sido pobre en ingreso, pero no nunca sufrió pobreza. Dios proveyó a través de las amistades. Supo que, sin dinero, fue más rico y tuvo mejor nivel de bienestar que el ciudadano que vivió hace doscientos años. ¿Qué no decir de los hombres y mujeres de hace dos mil años, a quienes el mundo moderno les parecería el cielo mismo?
¿Y ahora, cuál era su ensoñación? ¿Alcanzar riqueza? ¿Vivir una vida de lujos, sin trabajar? Esas, más bien, eran dichas de los nacidos en el seno de familias muy adineradas... o de otros con las ambiciones... ¿de los políticos más perversos?... Más bien, había buscado la verdad toda su vida: el conocimiento sobre la física y la química del universo. No soñó con sabiduría, porque desconocía que la tal sabiduría existiera. Le tomaría veinte años más descubrirla. Recordó que, en sus años universitarios, deseaba la oportunidad de investigar como científico: descubrir alguna verdad fisicoquímica del universo
Pero ahora, nada de eso... sino que, en la mesa de restaurante extranjero, trabajando seis días a la semana el sueño americano sin disfrutar de su salario... y mientras degustaba uno huevos "sunny side up", con dos rebanadas de tocino, pan tostado con mermelada y un vaso de jugo de naranja: se preguntaba: ¿cómo mejorar los niveles de ingreso de los pobres? O, más aún, soñaba con mejorar las opciones de vida en todos los países subdesarrollados... Eso, finalmente, a los treinta años porque se sentía pobre viendo a su alrededor tanta riqueza cimentada en las casas de la ciudad, o viendo dinero desplazándose sobre cuatro llantas, rodando automóviles sobre las calles de concreto... con todo y que gozaba de un salario nada despreciable que, de hecho, jamás había imaginado en sus años universitarios, pero el cual gastaba en su totalidad construyendo la casa de sus sueños, uno de esos sueños que no sabía dónde había adquirido, pero que le estaba costando toda su felicidad.