´¿Qué fue lo que hizo para lograrlo?´
Es la pregunta que se hacen quienes tienen hijos alejados o alejadísimos de la fe y se enteran de que santa Mónica tuvo un hijo llamado Agustín que era un verdadero tarambana, egoísta, vanidoso y mujeriego, y éste no sólo se convirtió y volvió católico, sino que llegó a ser Obispo, uno de los más importantes Padres de la Iglesia (hombres santos y sabios de los primeros siglos del cristianismo), y Doctor de la Iglesia, por la importancia de su enseñanza y escritos que, aparte de la Biblia, son probablemente los textos cristianos más conocidos y citados.
Es bien sabido que santa Mónica lloró mucho por Agustín. De hecho se pasó más de diez años llorando al verlo tan perdido que temía su condenación eterna, pero si pudiéramos preguntarle a qué atribuye la conversión de su hijo, seguramente no respondería que a que lloró mucho por él. Lo único que provocan las lágrimas es que los ojos se inflamen, la nariz se ponga roja y el ánimo decaiga, pero no que alguien se convierta. De seguro nos diría que la conversión de su hijo no la obtuvo por llorar, sino por orar.
Es que no hay llanto capaz de ablandar un corazón endurecido que se niega a creer. Lo único que puede cambiarlo es la gracia divina. Y ésa la pidió y la obtuvo orando.
Como su hijo no toleraba que le hablara de Dios, entonces se dedicó a hablarle a Dios de su hijo. En lugar de estarle insistiendo a su hijo, tratando inútilmente de que le hiciera caso, se puso a insistirle a Dios, segura de que Él sí le haría caso. Se tomó al pie de la letra la invitación de Jesús a perseverar en la oración. Y a pesar de que pasaban los años y no veía resultados, perseveró, no se dio por derrotada. Y su fe perseverante fue recompensada.
Este 27 de agosto la Iglesia celebra a santa Mónica y el 28 a su hijo san Agustín.