Lo practicaron durante años y años, miles de veces, hasta que les salió tal como querían ese movimiento, ese salto, ese lanzamiento, ese tiempo. Vencieron a todos sus rivales y lograron su anhelado sueño: participar en las Olimpiadas. Recibieron aplausos, les pidieron autógrafos, se sintieron ganadores.
Y entonces, a la mera hora, con los reflectores y los ojos del mundo sobre ellos, se tropiezan, caen, se quedan cortos, tardan una milésima de segundo en llegar y pierden. O tal vez todo les sale bien, pero alguien los supera. Adiós sueño de subir al podio de triunfadores, tal vez ni a medalla llegan. Y de vuelta a su país, la prensa los destroza.
Son los atletas olímpicos que no obtienen el triunfo. Qué pena da verlos regresar cabizbajos, tristes, sintiéndose frustrados, perdedores.
Y no puede uno menos que pensar qué diferentes son las cosas cuando ponemos todo el empeño, todo el esfuerzo no para ser aclamados por el mundo, sino para agradar a Dios, para cumplir Su voluntad y alcanzar la mejor meta: vivir con Él la eternidad.
Él nos da Su gracia para que alcancemos la victoria. Él no juzga el resultado, sino nuestro esfuerzo. Si tropezamos nos tiende la mano, si caemos no nos descalifica, nos ayuda a levantarnos. Y quienes van con nosotros en la carrera no son enemigos a derrotar, sino hermanos que nos ayudan y a los que ayudamos a llegar. Y al alcanzar la meta no habrá medallas de bronce ni premios de falsa consolación, porque los que llegaron primero y los que lleguen al final van a disfrutar la misma recompensa, una que no podrán perder, que nadie les podrá arrebatar.