Nuestra Perspectiva Nevski

Calle de todos y de ninguno. Tengo una foto de mi padre, adolescente y recién llegado a Monterrey en 1952, transitado por la amplia acera de Madero

“No hay nada mejor, por lo menos para Petersburgo, que la perspectiva Nevski. Ella allí lo significa todo…”, así empieza el célebre cuento de Nicolai Gogol: “La Perspectiva Nevski”, escrito en 1834 y publicado un año después. Esa calle (o perspectiva, como la llaman en Rusia) representaba la modernidad, el ingreso del imperio ruso a la civilización occidental (un sueño acariciado desde los días de Catalina la Grande en el siglo XVIII): con tiendas y aparadores, con modistas y cafeterías. Pero, también, la avenida daba cuenta de sus contradicciones: los contrastes y las diferencias. “Éste es el único lugar donde la gente se exhibe, sin sentirse acuciada por la necesidad o el interés comercial que abraza a todo Petersburgo”, dice el narrador del cuento. El espacio para el anonimato y el vagabundeo, para flirtear y suspirar, para soñar e imaginar y ponerse en los zapatos de otra persona. 

Desde la era moderna, cada ciudad (grande, mediana o pequeña) ha tenido su propia perspectiva Nevski: una serpiente de asfalto, adoquín, macadán o tierra donde se han proyectado los sueños, obsesiones y contradicciones de las sociedades.  Manuel Gutiérrez Nájera hizo de Plateros la suya y le cantó a su manera en el poema “La duquesa Job” (1884): “Desde las puertas de la Sorpresa / hasta la esquina del Jockey Club…”: hay unos cuantos metros, pero para el poeta significaban el tránsito por la vida moderna (donde se podría ser alguien más y disfrutar del anonimato). Lo propio había hecho, décadas atrás, Charles  Baudelaire con los bulevares parisinos, aunque de manera más tensionada y contradictoria, pues la condición del artista (su aura sagrada) también se desgastaba en estás populosas avenidas citadinas: “Querido, ya conocéis mi terror de caballos y de coches. Hace un momento, mientras cruzaba el bulevar, a toda prisa, dando zancadas por el barro, a través de ese caos movedizo en que la muerte llega a galope por todas partes a la vez, la aureola, en un movimiento brusco, se me escurrió de la cabeza al fango del macadán”. 

En Monterrey, la Calzada Madero (antes Calzada Unión) fue la avenida que proyectó los sueños y fantasmas de la urbe durante buena parte del siglo XX: nuestra peculiar y vernácula perspectiva Nevski. Francisco Urquizo la describió acicalada y adornada para los festejos del Centenario en 1910 (que incluía, por supuesto, la develación del Arco de la Independencia) en su novela Tropa vieja (1943): “Era un gentío de paisanos en toda la Calzada Unión, admirando a las tropas”. Y Raúl Rangel Frías la evocaba con un gesto de nostalgia: “cómo serena y eleva el espíritu deambular por la amplia Calzada Madero, que circunda Monterrey hacia el norte”. Calle de todos y de ninguno. Tengo una foto de mi padre, adolescente y recién llegado a Monterrey en 1952, transitado por la amplia acera de Madero con sus amigos (antigua práctica de los fotógrafos ambulantes: capturar por sorpresa a los transeúntes y venderles la foto a módico precio. He ahí el recuerdo inesperado de un instante). Muchos años después, mi padre me condujo por esas mismas banquetas de adoquín rojo a buscar el regalo para mi octavo cumpleaños: un reloj digital que atesoré durante mucho tiempo: fue mi primer reloj y el mecanismo inicial que me demostró, de manera fehaciente, el imparable transcurrir de segundos y minutos (el vértigo de la modernidad en una pequeña pantalla gris).

La ambigüedad  de la Calzada Madero (por el día: arteria vital y productiva durante el día; por la noche:  refugio para la bohemia etílica y la fogosidad del amor furtivo) fue cantada por  Samuel Noyola en su poema “Nocturno de la Calzada Madero” (1983), ahí la voz lírica transita la calle, rodeada de un coro de perros, vagabundos y  prostitutas, y abrigada bajo la sombra nocturna: “Y donde los frutos de un follaje centenario / altos y eléctricos / se debaten / como galeón anclado por un tonelaje de peste, / contra el aire podrido de fábricas y tubos oxidados…”

Ahora hemos sustituido las calles por autopistas; hemos borrado las banquetas para ampliar los carriles. Sustituimos la emoción del vértigo y la exploración por el ensimismamiento y la egolatría de viajar en nuestras propias burbujas climatizadas. Ganamos en eficiencia, pero perdimos en ensoñación. Ya estamos pagando el precio de esa factura.