Por alguna razón el evangelista considera importante informar a los lectores de su tiempo que el discurso del Pan de Vida, que hemos leído en los tres domingos pasados, precedido por el «signo» de la multiplicación de los panes, lo pronunció Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm: «Esto lo dijo enseñando en la sinagoga, en Cafarnaúm» (Jn 6,59). Con esta información concluíamos la lectura del domingo pasado. Es una conclusión de la enseñanza de Jesús sobre el «Pan de Vida». En este Domingo XXI del tiempo ordinario narra el evangelista la reacción que encontraron sus palabras en su auditorio.
El evangelista menciona la sinagoga de Cafarnaúm, porque allí comenzó Jesús su ministerio público, después del bautismo de Juan y de las tentaciones en el desierto. En esa sinagoga los presentes quedaron asombrados de su enseñanza: «Llegan a Cafarnaúm. El sábado, entrando en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,21-22). Era de esperar que muchos quisieran seguirlo como «Maestro». No sabemos cuánto tiempo después pronunció Jesús en esa misma sinagoga el «discurso del Pan de Vida». Pero debió tener ya muchos discípulos, puesto que el evangelista repite dos veces la expresión: «Muchos de sus discípulos». Sin ir más lejos, el día anterior, lo habían seguido hasta la orilla opuesta del Lago de Tiberíades cinco mil hombres para los cuales multiplicó los panes. Jesús pronuncia el discurso del Pan de vida en medio de una gran popularidad. Llegó hasta el extremo de que la multitud «quería tomarlo por la fuerza para hacerlo rey» (Jn 6,15).
Recordamos que el largo discurso alcanzó su punto culminante cuando Jesús dijo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le daré, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Los judíos allí presentes pensaban haber escuchado mal discutiendo: «¿Cómo puede Éste darnos a comer su carne?». Era el momento para que Jesús echara pie atrás o explicara que esas palabras las decía en sentido metafórico. Pero, lejos de eso, Jesús reafirma siempre con más energía el sentido real: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Si en otras ocasiones habían quedado admirados de su autoridad y sabiduría -«no como los escribas»- y por eso lo seguían, ahora tropiezan con estas palabras: «Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: "Dura es esta palabra. ¿Quién puede escucharla?"». No lo dicen abiertamente, sino «murmurando», que es la expresión de un rechazo solapado. Es claro que Jesús captó la reticencia que empezaban a producir sus palabras, hasta llegar al rechazo: «Sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: "¿Esto los escandaliza?"». No espera la respuesta, sino que agrega una segunda pregunta: «¿Y cuando vean al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?». La pregunta queda en suspenso. Habría que completarla con otra como esta: «¿Qué van a hacer, entonces?». Jesús al decir: «Donde estaba antes», está refiriendose a su preexistencia: «En el principio era la Palabra; y la Palabra era junto a Dios; y la Palabra era Dios» (Jn 1,1). Lo que Jesús implica es que, cuando ellos vean eso, se van a lamentar de haber encontrado escándalo en su palabra y haberla rechazado.
Jesús sigue explicando que estas palabras no son accesibles a la inteligencia humana -a la carne-, sino solamente a la fe: «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida». Declara así que sus palabras son de un nivel inalcanzable para el ser humano por sus propios medios y que, sin embargo, son las que le dan la vida, vida eterna. Si esas palabras son inalcanzables para la inteligencia humana, entonces, se requiere otro medio: la fe. Por eso, Jesús constata que ellos no pueden alcanzarlas: «Hay entre ustedes algunos que no creen». Vamos a ver que son la mayoría. Aquí repite el evangelista la expresión sobre la cantidad de sus discípulos: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él». La enseñanza sobre el Pan de vida, que expuso Jesús en esa sinagoga, es claramente un punto de quiebre en su ministerio. Es el punto de su enseñanza que permite discernir quién es verdaderamente su discípulo y quien es el que no cree.
Jesús comenzó diciendo cual es la obra de Dios: «La obra de Dios es que ustedes crean en Aquel a quien Él ha enviado» (Jn 6,29). Luego, insistió por primera vez: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae» (Jn 6,44). Y, dada la importancia de esta afirmación, ahora la repite: «Por esto les he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre». Aceptar esta enseñanza de Jesús y venir a Él, donde Él se encuentra vivo con su cuerpo y alma, a saber, en la Eucaristía, es un don de Dios y no una conquista humana. Cada cristiano que se acerca al altar a recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía debe ir pensando: Esto me lo concede Dios, Él me ha traído hasta Cristo, para que yo reciba el pan de vida eterna y se cumpla lo prometido por Él en esa lejana sinagoga de Cafarnaúm: «El que come mi carne... permanece en mí y Yo en él». Este pensamiento nos debe sumir en contemplación, pleno gozo y acción de gracias.
Finalmente, Jesús quedó solo con los Doce en esa sinagoga. ¿En qué postura están ellos? Jesús está dispuesto a quedarse solo y partir de nuevo desde cero, antes que faltar o disimular la verdad. Lo dice por medio de esta pregunta a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». Después de un momento de silencio, en que ellos verifican que tampoco entienden, viene esta respuesta de Pedro en representación de los Doce -menos Judas, que aquí es mencionado por primera vez-: «¿Dónde quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». Ningún ser humano es autónomo; si no va donde Jesús, termina yendo donde otro. Por eso, la respuesta de Pedro dice la diferencia, que debe entenderse así: Sólo Tú tienes palabras que son «espíritu y vida eterna». ¿Cómo lo sabe? Porque cree. La fe es primero: «Nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios».
Lo primero es la fe, que es un don de Dios. Si alguien quiere «entender para creer» ha entrado en un callejón sin salida. Cuando se trata de las «palabras de vida eterna» que sólo Jesús tiene -las que tenemos en el Evangelio- el único orden es el indicado por Pedro: «Creer y saber». La fe es un don que debemos pedir a Dios continuamente. Un modo de pedirlo es la participación en la Eucaristía, pues allí escuchamos las «palabras de vida eterna» y recibimos el Pan de vida eterna. Este es el testimonio más claro de fe que puede dar un fiel católico.
Felipe Bacarreza Rodríguez