Los envió con poder de expulsar los demonios

La intención que movió a Jesús para formar ese grupo fue doble: «Para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios»

El Evangelio de este Domingo XV del tiempo ordinario nos relata el momento en que Jesús «comienza a enviar» a los Doce discípulos que Él había elegido de entre todos los demás que lo seguían para hacer con ellos un grupo particular. El lector ya conoce este grupo, incluso cada uno de sus integrantes, porque el evangelista ha relatado antes el momento en que Jesús los eligió y la finalidad que lo movió. Para entender el Evangelio de hoy conviene tener presente ese otro momento que transcribimos a continuación.

«Jesús subió al monte y llamó a los que Él quiso; y vinieron donde Él. Instituyó doce, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce y puso a Simón el nombre de Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso por nombre Boanerges, es decir, "hijos del trueno"; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó» (Mc 3,13-19). Es el relato de una vocación: «Llamó a los que Él quiso», aunque respecto de cinco de ellos -Pedro y Andrés, Santiago y Juan, y Mateo (Leví)-, Jesús ya los había llamado y sabemos en qué circunstancias. Este Evangelio no nos informa del motivo por el cual el primero de ellos, Simón, recibió el nombre de Pedro y tampoco, por qué, los hijos de Zebedeo recibieron el nombre de «hijos del trueno». Respecto de Simón conocemos por el Evangelio de Mateo las circunstancias en que Jesús le dijo: «Tú eres Pedro (piedra) y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). En cambio, la razón del nombre «Boanerges» no se menciona en ningún otro escrito del NT y, por tanto, nos quedaremos sin saberla. La tradición de la Iglesia no ha destacado esta circunstancia por la misma razón.

La intención de Jesús de formar este grupo se deduce de la expresión: «Instituyó doce». Luego repite la expresión, pero ahora habla de «los Doce» como de un grupo definido. En adelante, siempre se referirá a ellos como «los Doce». El número doce proviene del Antiguo Testamento. Se refiere a los hijos de Jacob, que eran doce y que originaron las doce tribus con las cuales formó Dios el pueblo de Israel. Ellos proceden de Abraham, a quien Dios prometió que haría muy numerosa su descendencia: Abraham – Isaac – Jacob – sus doce hijos. A Jacob le puso Dios el nombre de Israel. El ángel Gabriel dijo a María acerca del Niño que ella concebiría en su seno: «Reinará sobre la "Casa de Jacob" para siempre...» (cf. Lc 1,33). Jesús mismo hace la ecuación de los Doce con las doce tribus de Israel prometiendo a los Doce: «Cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria, se sentarán también ustedes en doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel» (Mt 19,28).

La intención que movió a Jesús para formar ese grupo fue doble: «Para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios». La primera de estas finalidades la cumplieron desde el primer momento: «Dejándolo todo, lo siguieron». El momento en que empieza a cumplirse la segunda de estas finalidades, es decir, el momento en que los Doce empezaron a «ser enviados» (sabemos que «enviado» se dice en griego «apóstol») es lo que nos relata el Evangelio de este domingo.

Después de la visita de Jesús a su pueblo Nazaret, el evangelista hace un sumario de la actividad docente de Jesús: «Recorría los pueblos del contorno enseñando» (Mc 6,6). Así como vinieron con Él a Nazaret, suponemos que, en este recorrido, los Doce «están con Él». Esta es la primera finalidad de su vocación. Pero, luego, el evangelista agrega: «Jesús llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos». Esta es la segunda finalidad de su vocación. La categoría de lo «inmundo» es la que se opone a la categoría de lo «santo», que pertenece a Dios y a la cual estamos llamados todos los seres humanos: Dios «nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo para que fuésemos santos...» (cf. Efesios 1,4). Los espíritus inmundos quieren destruir la obra de Dios, sobre todo, la más querida por Él, el ser humano, y así lo ha procurado desde Adán. Así se entiende que en la actividad de Jesús se destaque tanto su poder sobre esos espíritus: «¿Qué es esto? ... Manda a los espíritus inmundos y le obedecen» (cf. Mc 1,27). Es este el poder que más se destaca en Jesús y que Él comunica a los Doce, cuando comienza a enviarlos. Ellos «yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban». La misión de los apóstoles es en orden a la santidad de los seres humanos, es decir, concederles cumplir la vocación que tienen desde antes de la creación del mundo.

Podemos así entender la absoluta novedad de Jesús y de sus enviados. En cierta ocasión, Jesús expulsó un demonio, y los fariseos, no sabiendo cómo interpretar ese poder, dijeron: «Éste no expulsa los demonios más que por Beelzebul, Príncipe de los demonios» (Mt 12,24). Jesús entonces les responde: «Si yo expulso los demonios por Beelzebul, ¿por quién los expulsan los hijos de ustedes?» (Mt 12,27; Lc 11,19). Ellos no pueden responder, porque la respuesta correcta es: «Por nadie, porque no los expulsan». En efecto, este poder vino al mundo con Jesús. No se ve en Moisés ni en alguno de los profetas ni en otro personaje alguno del Antiguo Testamento. Es algo nuevo. Jesús es el único que tiene ese poder y vemos que Él lo concede a sus apóstoles y a su Iglesia. Por eso, Él agrega: «Si por el Espíritu de Dios expulso Yo los demonios, es que ha llegado a ustedes el Reino de Dios». (Mt 12,28; Lc 11,20).

La acción de los demonios se discierne en todos los episodios de muerte y destrucción que presenciamos a diario y en todas las acciones de odio contra Dios y sus enviados que se observan hoy en el mundo. Debemos pedir para que haya muchos a quienes llame el Señor y les conceda poder para liberar al mundo de esos espíritus de muerte de manera que resplandezca la acción salvadora de Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Anhelamos un mundo nuevo en que se vea que «ha llegado a nosotros el Reino de Dios».