Hace 25 años fui al Soconusco buscando huellas de la vida de mis abuelos Lavín Riaño, pues mi abuelo Miguel y sus hermanos montaron una finca de café llamada El chorro. Era 1911, mi abuela se casó por poder con él en Santander y navegó para encontrarse tres años después en ese lejano Tapachula, tan distante y distinta a su natal ciudad cántabra. Ellos venían buscando un futuro, yo iba buscando el material para mi novela Café cortado. Tenía la intención no resuelta de averiguar quién mató a mi abuelo en 1929.
He vuelto a Tapachula invitada por la Feria Internacional del libro de la Universidad Nacional Autónoma de Chiapas que, por primera vez, se extiende a la zona Pacífico. Este viaje además de la amabilidad de los anfitriones, de los gozos culinarios chiapanecos —quesos, tamales, camarón seco, tascalate, garnachas— me confrontó con un paisaje distinto. Campamentos aquí y allá en plazas, claros en la carretera, cunetas, aceras, estacionamientos donde minúsculas carpas improvisan una pequeña comunidad con la ropa tendida, niños jugando, gente comiendo o charlando. Aspectos físicos distintos desde los muy largos de piel oscura haitianos como muchos de origen salvadoreño, guatemalteco, nicaragüense, hondureño, venezolano... Dicen que las mujeres cubanas parten plaza y hay quien ha visto los elegantes autos de los potentados levantar alguna.
Pero bastó salir de la ciudad tomando la carretera a Tonalá para observar la puesta del sueño migrante en marcha. Entre uno y otro retenes pude ver, con la explicación de quienes me llevaban, las hileras de caminantes internarse a los costados entre las matas para eludir la revisión y poder proseguir hacia su meta. Todo el tiempo al costado derecho los caminantes bordaban con sus pasos el paisaje carreteril. Grupos de jóvenes con la mochila en la espalda, o familias con niños pequeños sobre los hombros o intentando seguirle el paso a sus padres. ¿A dónde vamos?, preguntarán. Supongo que la madre y el padre, jóvenes y fuertes y deseosos de otra vida menos amenazada y con una promesa de bienestar, les iluminarán el trayecto con imágenes del paraíso que encontrarán una vez que crucen del otro lado, recorriendo más de 4 mil kilómetros. Los caminantes no giraban la cabeza, no pedían aventón, miraban de frente atareados en su propósito. Conmovía ese peregrinaje que mueve a los migrantes del mundo a alcanzar un sueño posible. La Bestia ya no llega a Tapachula, seguramente lo abordarán clandestinamente en Oaxaca. Ocuparán el techo de los vagones como los resquicios en Tapachula. Se aferrarán con sus fuerzas y su vehemencia y abrazarán a las crías para que el viento y los jaloneos y las frenadas no los lancen tierra abajo. Ellos van a la tierra prometida, aunque sea muy difícil, aunque a lo mejor se queden varados en otra ciudad fronteriza que cada vez acumula más sueños resignados, más población que se queda en este lado. Los pasos de los caminantes insisten en recordar el derecho que tenemos todos a una vida mejor; la ilusión que nos mantiene en pie de que esa vida existe y que vale la pena caminar por ella de la frontera sur de México a Tijuana en la frontera con Estados Unidos. Entristece que los países de origen no puedan retener a quienes ahí nacieron y que tendrán que renunciar al arraigo, al apego, a los suyos. Enfurece la incapacidad de cada uno de nuestros países que no ofrece las condiciones para una vida digna.
Vengo de abuelos migrantes: tomaron el barco, tomaron el tren. Mis abuelos maternos no tuvieron más remedio porque había una guerra en España que perdieron, mis abuelos paternos soñaban un bienestar para la familia que fundarían. Podría costarle la vida a alguien, como pasó con mi abuelo. Pero nada detiene el paso decidido de la migración.