Tendría unos 11 años, cuando mi abuela comenzó a invitarme los viernes a rezar el Vía Crucis. Utilizábamos el que preparó san Josemaría con ilustraciones de Domenico Tiepolo. La viveza del relato y la plasticidad de las imágenes ayudaban a que se grabara, en lo más hondo del alma, la devoción por la Pasión de Cristo, así como el convencimiento del infinito amor que Dios tiene por cada uno de nosotros. Sirvan estas breves líneas para exhortar a practicarlo y redescubrir los grandes beneficios que ello comporta.
Primero, la historia. ¿De dónde surge la devoción del Vía Crucis? Desde siempre los cristianos veneraron los santos lugares que fueron bendecidos por la presencia de Nuestro Señor Jesucristo. Una vez concluidas las persecuciones comenzó el fervor por atesorar todo lo que tuviera que ver con la vida de Jesús. La emperatriz Santa Elena, según cuenta la tradición, encontró la verdadera Cruz y edificó basílicas en los lugares santos, lo que propició el culto y más pronto que tarde, las peregrinaciones. De ello nos ha dejado elocuente memoria la peregrina Egeria en el siglo IV, que incluso describe la liturgia de Jerusalén durante la Semana Santa.
La devoción a los santos lugares experimentó un crecimiento exponencial con ocasión de las cruzadas, especialmente hacia todo lo que tuviera que ver con la Pasión de Cristo. Los cruzados tuvieron la intuición de llevar lo que había vivido en Jerusalén a sus lugares de origen, y de ahí surgió la costumbre de establecer “Calvarios” primero, y más tarde Vía Crucis, en los distintos lugares. Los franciscanos, encargados de la Custodia de la Tierra Santa, contribuyeron a difundir esta devoción, que originalmente no tenía contornos precisos, pues el número de estaciones variaba según la piedad del que elaboraba el Vía Crucis.
Los franciscanos establecieron en sus iglesias las 14 estaciones “a imitación de los devotos peregrinos que van personalmente a venerar los santos lugares de Jerusalén” (Papa Benedicto XIII). Por su parte, Benedicto XIV colocó el Vía Crucis en el Coliseo, en el año 1750. Pero el gran apóstol del Vía Crucis fue San Leonardo de Puerto Mauricio, que erigió en Italia 572 Vía Crucis. Benedicto XIII, con su Bula Inter plurima del 3 de marzo de 1726 concedió a los fieles ganar las mismas indulgencias rezando el Vía Crucis que recorriendo los santos lugares. Actualmente, el Enchiridium indulgentiarum concede indulgencia plenaria a quien rece el Vía Crucis delante de las estaciones debidamente constituidas (en la práctica, en una Iglesia u oratorio).
De las 14 estaciones clásicas del Vía Crucis, por lo menos 5 no hay referencia directa en la Sagrada Escritura; en concreto, las tres caídas, la Verónica que limpia el rostro de Cristo y el encuentro de Jesús con la Virgen camino del Calvario. Estas estaciones se basan en tradiciones muy antiguas con arraigo en los santos lugares. Por este motivo, San Juan Pablo II promulgó un Vía Crucis más ecuménico, basado exclusivamente en hechos narrados por los evangelios, que incluía además una decimoquinta estación, la Resurrección de Jesús. Sin embargo, no ha sustituido al tradicional, ni encontrado suficiente arraigo en la piedad popular.
El Vía Crucis nos brinda la posibilidad de revivir a cámara lenta la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, en catorce momentos o estaciones, desde el Juicio de Pilato hasta su sepultura. El Vía Crucis de San Juan Pablo II comienza antes, en la oración del Huerto y termina después, con la resurrección. De esta forma, progresivamente, nos vamos haciendo cargo de lo que tuvo que padecer Jesús para salvarnos, y así nos hacemos conscientes de la magnitud del amor de Dios por nosotros.
La utilidad de ese piadoso ejercicio no deja lugar a dudas. Santo Tomás de Aquino explica cómo “la Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo a toda nuestra vida. Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la Cruz y apetecer lo que apeteció. En la Cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes.” Parafraseando al Doctor Angélico podríamos agregar: “en el Vía Crucis hallamos el modelo de todas las virtudes, el camino que debemos seguir en nuestra vida.”
La práctica piadosa y frecuente del Vía Crucis tiende a producir en los fieles una profunda sintonía espiritual con Jesucristo. En efecto, a base de recorrer, una y otra vez, con la imaginación y el corazón, el camino que Jesús tuvo que seguir para redimirnos, nos vamos identificando con los sentimientos que condujeron a Jesús en ese recorrido. La redención se realizó no solo con el sacrificio externo de Cristo, su muerte en la Cruz, sino también con su sacrificio interno, su obediencia e identificación con la voluntad del Padre. El Vía Crucis nos invita a interiorizar los sentimientos de Jesús y hacerlos nuestros, a identificarnos con la voluntad salvífica del Padre y a estar dispuestos a colaborar con Jesús en el empeño por salvar las almas. No en vano su práctica requiere una cierta dosis de sacrificio, pues uno reza de rodillas durante las catorce estaciones.
Se nos contagia así la sed que Cristo tenía, sed de redención, de salvar a las almas. Se inducen en nuestro interior deseos de corredención, hambre de almas. Queremos así unir nuestros pequeños sufrimientos cotidianos al dolor que a Cristo le costó la salvación de los hombres. Nos introduce la práctica del Vía Crucis en la antesala de uno de los misterios más profundos de la existencia humana: el dolor. Sólo con la llave sobrenatural podemos asomarnos al misterio del dolor, solo desde la Cruz encuentra sentido. En efecto, en la Cruz Cristo sufrió mucho, pero convirtió ese sufrimiento en vector para manifestar su amor; amaba más que sufría, cargando a su dolor de sentido y significado. Bien lo expresa san Josemaría: “Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y, con ella, conquistamos la eternidad” (Surco, 887). El Vía Crucis se convierte así en una escuela donde aprendemos a darle sentido sobrenatural a los sufrimientos de nuestra vida, uniéndolos a la Pasión de Jesús.
El reclamo contra Dios por el dolor, el mal y la muerte, se desarma ante el hecho de que Jesús los asume –el dolor y la muerte- para revelarnos su amor y salvarnos. No los elimina de la existencia humana, pero nos enseña a encontrarles sentido, a sacarlos del halo de absurdo que los envuelve, para dotarlos de significación. El piadoso ejercicio del Vía Crucis nos va introduciendo progresivamente en esta maravillosa alquimia sobrenatural que transforma el absurdo dolor en sufrimiento fecundo. De esta forma, paradójicamente, aprendemos que, a pesar de tener dolores y sinsabores en la vida, podemos ser felices y fecundos, como lo fue Jesús en la Cruz. Por ello es sumamente recomendable su práctica, especialmente los viernes de cuaresma, para ir adquiriendo progresivamente esta mística sabiduría.