El 6 de agosto es el día propio de la Fiesta de la Transfiguración del Señor. Dado que se trata de un misterio del Señor, se celebra en el Día del Señor, en lugar del Domingo XVIII del tiempo ordinario. De esta manera, toda la Iglesia está unida en la contemplación de este misterio, tal como lo narra Mateo, por estar en el ciclo A de lecturas.
Este evento de la vida de Jesús no es una parábola o un milagro o una enseñanza, que, en general son unidades cerradas (perícopas) bastante independientes del contexto. La Transfiguración del Señor es un hecho biográfico único, que tiene su lugar preciso en la vida de Jesús y se relaciona con otros hechos de su vida y también con las profecías que lo anunciaban.
En primer lugar, el evangelista sitúa el evento cronológicamente con inusual precisión: «Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto y se transfiguró delante de ellos». En los Evangelios Sinópticos no encontramos en la vida pública de Jesús tal precisión, sino en los cuarenta días de ayuno en el desierto y en los tres días que permaneció en el sepulcro (contando el primero y el último). Es clara, entonces, la intención del evangelista de relacionar la Transfiguración de Jesús con lo que ocurrió seis días antes. El episodio anterior, con el cual se relaciona la Transfiguración, es la confesión de Pedro. Respondiendo a la pregunta que hace Jesús a sus discípulos: «Ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?», Simón Pedro, en representación de los demás, responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,15-16). Dice dos cosas: que Jesús es el Ungido (Mesías), es decir, el hijo de David, anunciado por los profetas, y que es el Hijo de Dios. Pero esto no es todo. El evangelista también quiere recordar que, seis días antes, Jesús «comenzó a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21).
La Transfiguración de Jesús se presenta, entonces, como una confirmación solemne, por parte de Dios, de la confesión de Pedro, declarando desde la nube que los cubrió: «Este es mi Hijo, el amado...». Se está cumpliendo lo que prometió Jesús a Pedro: «Lo que tú desates en la tierra», lo que tú declares como verdad en la tierra, «quedará desatado en el cielo». Ante la visión de Jesús transfigurado, Dios está declarando lo mismo que declaró Pedro seis días antes. No puede ser de otra manera, porque ya Jesús había dicho a Pedro: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque... esto te lo ha revelado mi Padre que está en el cielo» (cf. Mt 16,17).
Pero el evangelista quiere presentar la Transfiguración también como una confirmación de que Jesús «debía sufrir mucho» -como «comenzó a manifestarlo a sus discípulos» seis días antes-, cumpliendose así en Él las profecías sobre el Siervo del Señor. Esa serie de profecías comienzan con esta introducción, en la cual es el Señor (Yahveh) quien habla, el mismo que habla en la Transfiguración: «He aquí mi Siervo a quien Yo sostengo, mi Elegido en quien me complazco ("mi alma" está en el lugar del pronombre "yo")» (Is 42,1). Pero en la Transfiguración hace un cambio esencial: en lugar de «mi Siervo», la voz de la nube dice: «mi Hijo amado». Lo que quiere revelar es que Aquel que cumple las profecías del Siervo es el Hijo de Dios, que para esto se hizo hombre: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas; Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados...» (Is 53,5). Al contemplar el episodio de la Transfiguración podemos exclamar con San Pablo: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos va a dar con Él todas las cosas gratuitamente?» (Rom 8,32).
¿Qué sentido tiene la presencia de Moisés y Elías? Ellos aparecen claramente subordinados a Jesús, que está envuelto en luz y a quien la voz de la nube llama: «Mi Hijo amado». Dado que ellos fueron siervos fieles del Señor, Dios les está concediendo ver lo que anhelaron ver. Moisés suplicó a Dios: «Dejame ver tu gloria» (Ex 33,18). Quería saber cómo era el Dios que había lo enviaba y que se había demostrado infinitamente más poderoso que el faraón. No pudo ver sino la espalda de Dios que al pasar se reveló a él: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en misericordia y verdad...» (Ex 34,6). Ahora, en el monte de la Transfiguración, se le concedía ver a ese Dios que tanto amó según la declaración de Jesús: «El que me ha visto a mi ha visto al Padre» (Jn 14,9). Por su parte Elías, cuando huyó al monte Horeb, oyó que el Señor le decía: «"Sal y ponte en el monte ante Yahveh". Y he aquí que el Señor pasaba... en la forma de una brisa suave. Al oírlo, Elías cubrió su rostro con el manto» (1Rey 19,11.12.13). También a él le es concedido ahora ver al Señor, a rostro descubierto, en Jesús transfigurado.
Tanto Moisés como Elías hablaban de parte del Señor y el pueblo debía escucharlos. Moisés había anunciado al pueblo: «El Señor tu Dios suscitará, de en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo, a quien escucharán» (Deut 18,15). Jesús fue reconocido por todos como un profeta. Pero la voz del cielo declara que es mucho más que un profeta; Él es la Palabra de Dios. Por eso, ante lo comunicado por Moisés dice: «A ustedes se les ha dicho...». Y agrega: «Pero Yo les digo...» (cf. Mt 5,21ss). Esto es lo que tenemos que escuchar ahora. Lo dice la voz de la nube: «Escuchenlo». Escuchar no sólo significa que el sonido impacte nuestros oídos, sino que la Palabra hecha carne impacte nuestro corazón y transforme nuestra vida: «A quienes la acogieron les dio el poder ser hechos hijos de Dios» (Jn 1,12). Esto es escuchar, según el mandato del Padre.
El Día del Señor es el don más grande que Dios nos ha dado. La tristeza máxima es ver que tantos hermanos son invitados por el Señor a subir con Él al monte de la Transfiguración y ellos se excusan. Prefieren seguir a ras de tierra. Cada domingo, cuando participamos en la Eucaristía, cumplimos el mandato del Padre de escuchar a Jesús, que es la Palabra de Dios, y de unirnos a Él, recibiendolo como Pan de vida eterna. El Santo Cura de Ars, cuya fiesta acabamos de celebrar, en medio de una catequesis en que evocó el día de su primera Comunión, exclamó: «¡Qué alegría para el cristiano, cuando, al retirarse de la sagrada mesa, se lleva consigo todo el cielo en el corazón!».