El anciano de mis sueños
Olga de León G.
Cada noche era un sueño diferente. Entre los personajes siempre aparecía yo y el anciano desconocido cuyo rostro no se distinguía del todo: cabellera no muy corta, abundante y más gris que negra. No puedo hablar de su estatura, pues creo que nunca lo vi de pie, estaba sentado en algún taburete o deambulando por la habitación como si flotara o se cambiara de un lugar o mueble sin hacer ruido y sin que pudiera percibirlo anticipadamente, nunca me asustó, porque yo estaba acostumbrada a su presencia entre fantástica y real; lo cual no me cuestioné jamás: entendía que él estaba en mi mente y que yo estaba soñando: eso creí, entonces. Era más bien callado, solo hablaba cuando algo surgía que lo hacía decir algunas palabras significativas y como sacadas de algún libro famoso o una especie de sentencia que provenía de su propia cosecha.
Y yo no era muy distinta en personalidad al anciano. Me le parecía en lo cuidadosa para moverme y hablar. Había aprendido en los dos años y medio que tenía de conocerlo, lo que me decía: "más aprende quien observa y habla o razona consigo misma, que quien parlotea y pretende decirnos a todos, qué hacer con nuestra vida y qué no".
Cierto, así era yo antes. Un personaje que pretende ayudar a todos a mejorar su léxico y sus relaciones, sin que me pidieran consejo sobre ello... Pero, yo se los daba a diestra y siniestra, como si tuviera una varita mágica que me permitiera cambiar el mundo, cambiándole las expectativas y sus comportamientos a todos a mi alrededor: Era yo, un fastidio de mujer sabelotodo; pero, a decir verdad, bastante sencilla y amigable, por eso me escuchaban. A pesar de que, en realidad, sabía tan poco.
Esa noche, la noche de anteayer, cuyo sueño quiero contarles para que no se vaya a convertir en realidad, el viejo no apareció desde que caí en el ambiente de la somnolencia, y no aparecía ya avanzada mi fantástica historia, que no dejó de inquietarme por largos minutos, pues la realidad no se vislumbraba por ningún lado: todo era nebulosidad, falta de viento, nada de estrellas ni cielo; solo oscuridad y silencio.
Tampoco había más personajes que yo y los que mi imaginación fue llevando al interior del cuarto donde suelo dormir: todos muertos hacía años, pero que se movían y hablaban como si siguieran con vida, como si no supieran que ya estaban muertos... y, algunas de las mujeres eran tan hermosas como vanidosas, procurando no mostrar su envidia por la suerte de las otras. Pero, sí se portaban filosas y destilaban ponzoña: "Ximena, ¿cuándo volverás a Europa?", y la pobre aludida, que jamás había salido del país, contestó: "A lo mejor la próxima primavera... Y, ¿tú?".
Pues sí, con tres de esas "amigas" lidié en mi sueño de antier; pero solo por un momento, y sin que yo interviniera. Las dejé hablar y hablar, hasta que se fastidiaron de su propia conversación. También, esto me lo enseñó el anciano de mis sueños: "A palabras necias, oídos sordos". Los personajes se fueron diluyendo a falta de viento propicio y ambiente ad hoc para sus conversaciones. Entonces fue cuando apareció de nuevo en este sueño, el anciano de cabellera gris, recogida hacia atrás en una coleta.
"Me ha gustado mucho convivir contigo", me dijo, mientras daba algunas vueltas en la habitación. "A mí también", le contesté no sin cierta temblorina en mi voz, pues empezaba a adivinar de quién se trataba... Y con mayor razón, no deseaba ser descortés ni parecer mal educada.
Me preguntó, como siempre sin movimiento en sus labios y sin sonido en el ambiente, pero yo lo escuché claramente, qué había sucedido en los días que no nos vimos (ni en sueños ni despierta). "Nada", le contesté, también en silencio, solo con el pensamiento. "Todo en paz y...", "Sí, dime, cómo va la salud de tu marido". "Estable, sin cambio para atrás, al contrario, lentamente y ligero, va mejorando..." En ese instante decidí atreverme a mostrar mi corazón, y le pregunté: "No has venido por él, ¿verdad?". "No", me contestó. "He venido por conocerte a ti". Ya eran muchos sueños, mucha ficción y nada de realidad. Me ha gustado tanto lo que viví contigo, que te visitaré mucho más seguido.
Temblé de cabeza a pies; escondí detrás de la cintura mis manos y apreté una contra otra. Solo alcancé a balbucear: "más o menos, ¿cuándo volverás?". "No lo sé con certeza, tal vez en un lustro o en una década..."
"Podría ser, ¿dentro de una década más un lustro?", me atreví a sugerirle. "Tengo tantas cosas pendientes, tanto por hacer aún. Más ahora que de ti he aprendido el valor de la vida y el tiempo". La cercanía de la muerte nos enseña eso y mucho más...
Apenas terminé de expresarme y la luz y el día entraron por las ventanas de la recámara y me ubicaron en la realidad...
Fiesta de Independencia
Carlos A. Ponzio de León
Busqué en mi maletín gris y tampoco estaba ahí. Llevaba días hurgando: debajo de la cama, en los cajones, en el baño, entre los discos compactos, en los libreros... en fin, hasta en la chimenea. Mi pasaporte no aparecía. Para poder entrar a cualquier bar, me iban a pedir una identificación que mostrara que tenía al menos 21 años. Por ley, en el área de San Francisco, si aparentas tener 27 años o menos, el bar está obligado a pedirte que te identifiques como mayor de edad. A los 21 es la edad a la que uno puede acceder a las cosas más importantes en esta vida. No antes, aunque en México la mayoría de edad se alcanza a los 18. En realidad, la eternidad de juventud solo es accesible hasta los 21.
A los pocos días de búsqueda infructuosa, comprendí que estaba en un problema serio. En el pasaporte se encontraba estampada mi visa americana como estudiante extranjero. Sabía que, cuando se extravía la visa de turista, no puede remplazarse. Hay que iniciar el procedimiento de nueva cuenta. ¿Cuánto tiempo tardaría eso? ¿El suficiente para salir de Estados Unidos y regresar sin perder mis clases y becas? El embrollo crecía día a día en mi cabeza. ¿Era ese el fin de mis estudios doctorales, luego de haber invertido tres años en ellos?
Una semana antes había sido 04 de julio y Rocío y yo habíamos ido a celebrar el día de la Independencia Norteamericana a casa de Bryan, con Susan y sus niñas, en su hogar frente al mar. También estuvieron lo abuelos, quienes habían escapado del verano en Florida. Al caer la tarde, Bryan propuso que fuéramos al muelle y subiéramos a su pequeño yate, recién adquirido, para meternos un poco al mar y desde ahí, ver los juegos artificiales por la noche. Yo llevaba mi cámara: una réflex con lente zoom de bajo costo, que giraba de angular a telefoto. Recostado sobre la cubierta del barco, disparé dos rollos de película, ISO 800, con el fotómetro sobre expuesto dos valores. Sin flash: de nada serviría este para dispararle al cielo iluminado por fuegos artificiales.
Cargamos con una hielera de cervezas al yate. Debí haber terminado un poco noqueado, porque recuerdo estar bajando del barco, de regreso en el muelle... Y lo siguiente: amanecer junto a Rocío en nuestra recámara asignada en casa de Bryan y Susan.
¿Había cargado con el pasaporte ese fin de semana? ¿Se me habría caído al mar? Me trasladé a New Brighton en transporte público, desde el jueves. Llevaba mi mochila en la espalda y una copia del número más reciente de la revista Playboy. Intentaba entender los artículos de opinión sobre política estadounidense; pero nunca los comprendía: el inglés elocuente era complicado y no serían jamás los temas de mi vida; menos la política internacional ni los conflictos: los detestaba.
Así es que definitivamente había cargado con el pasaporte, porque ese jueves, como todos los jueves que visitaba a Rocío en casa de Bryan y Susan, llevaba el pasaporte porque por la noche iríamos a algún bar. El viernes sería día de estar en la casa, frente al mar, tomando fotografías de los pájaros y las olas, mientras que el sábado sería la fiesta del día de la Independencia. ¡Cuánto me había costado semejante festejo y por tal motivo! ¿Había ganado yo la independencia? Más bien la había perdido... regresaría de Stanford sin mi doctorado.
Esos estudios eran para mí: el evento más importante que pudiera imaginar en mi vida: la culminación de una búsqueda que dura una corta vida. Lo que equivaldría, para la humanidad, al evento más importante desde la creación de Adán y Eva: el dominio sobre la muerte. Lo que descubrió Jesús y por lo que entregó su vida. El secreto. El jardín. El paraíso perdido. El agua gratuita de la vida (1 Pedro 2: 1-3).
Hay una diferencia entre algo que se acerca y algo que, en cambio, llega. Uno se acerca para luego irse; el otro se queda. El Jardín de la Delicias de El Bosco: para algunos, la revelación pictórica más importante de la historia de la humanidad. Diferenciado de La Mona Lisa, de Leonardo da Vinci: revelación de la trampa más importante para el hombre; pero, también, porque es retrato fiel de la única hija que Dios tuvo en el mundo de las divinidades. Falta revelar al hijo.
Los dos cuadros: ambrosía del genio plástico.
A los pocos días, la abuela llamó a mi departamento para decir que había ido a limpiar el yate de Bryan y en el piso del baño, encontró el pasaporte, cubierto por agua de mar. Estaba a salvo. Y yo: más sabio sobre la vida.