El rescate
Carlos A. Ponzio de León
Había que matar al perro para llegar a ella. No podía entrarse a su casa por el frente, había cámaras. En el patio trasero estaba el perro de su marido: el hombre se hallaba en otra ciudad; pero su perro, un dóberman bravo, siempre andaba hambriento. Ella escribió a mi celular: "Rescátame de este lugar". No podía darme el lujo de esperar; era la mujer más hermosa que hubiese visto en la vida: representación viva de Afrodita.
Nos conocimos personalmente dos semanas antes. Hacíamos nuestras compras de verduras para la semana. Era al menos quince años menor que yo y me sacaba diez centímetros de altura, calzando zapatillas. Pero algo debió haber visto en mis lentes: tal vez me hacían ver como un intelectual, una especie de rebelde asesino en anteojos. "Hola, me llamo Carlos", le dije cuando nos topamos de nueva cuenta en la fila de la caja. "Yo soy Leah", respondió ella. "Creo que somos vecinos", le dije, "vivo atrás de tu casa". "Claro, amigo. Qué bueno que me lo dices. Tengo tantas ganas de hablar con alguien. Mi marido no me escucha, o por lo menos no sigue mis conversaciones; es un hombre violento". Yo había visto a su esposo. Era una bestia de boxeador de dos metros de altura que bien podía colgarme con alfileres en su pared. Intercambiamos teléfonos y quedé de marcarle al día siguiente.
Ella quería ir a un bar del otro lado de la ciudad. Yo le dije que podíamos ir al otro lado de la ciudad, pero que solo ella bebería, porque yo estaba dejando ese vicio. Era una urgencia para alcanzar mis objetivos de vida: No depender de nada que no fuera de Dios. Acordamos que beberíamos un café. Le pregunté si quería que pasara por ella en mi auto y aceptó. Ella me esperaría a las siete en punto de la tarde en la esquina de mi casa. Por el asunto de las cámaras al frente de la suya.
En el trayecto me preguntó si vivía con alguien, si tenía pareja. "Llevo dos años separado", le respondí, "pero vivo con mi madre". Le expliqué cómo es que me había casado por tercera vez. Tuve una novia de aproximadamente su edad, quien de pronto necesitó de una operación urgente. Pero mi trabajo no me daba el sueldo para pagarle la operación y ella no estaba empleada, ni asegurada. La única opción que teníamos era casarnos para que el seguro de mi empleo la cubriera. Lo pensó dos veces.
Tal vez pensó que me hacía un favor casándose conmigo, volviéndome una persona interesante con tres matrimonios por presumir. Después de consultarlo a conciencia consigo misma, aceptó. Nos casamos por motivo del seguro médico. Nunca llegamos a vivir juntos. Ella vivía con su propia madre. Se operó y continuamos siendo novios por un año más, hasta que terminamos. Yo no quise dejarla sin seguro, así es que mientras yo no iniciara otro noviazgo que necesitara de mi seguro, podíamos mantenernos casados. Le pareció bien el favor. Entonces vino el cambio de trabajo para mí y comenzamos a vivir en ciudades distintas. Así es que teóricamente seguía casado, pero en la práctica era una farsa.
Mi esposa teórica me apoyaba con el medicamento que me mantenía con salud mental cuando escaseaba en la ciudad, lo cual ocurría con frecuencia. Me surtía la receta allá, en su ciudad, y me enviaba las pastillas por paquetería. "¿Alguna vez has matado a un perro?", me preguntó súbitamente. "Nunca", le respondí. "¿Lo harías por mí?". Me quedé pensando. Admiraba su belleza y no daba crédito a lo que me estaba solicitando. Recapacité que no tenía prohibido matar insectos... ¿pero acaso un perro no era un animal más grande, con mayor consciencia? Me sentí en apuros.
"¿Qué te hizo el perro?", le pregunté. "Mató a uno de mis gatos". "¿Pelearon?" Respondió afirmativamente. "¿Cuántos gatos tienes?", le pregunté. "Cinco y ese perro es una amenaza viviente para mis gatos". "¿Cargarías tú con la culpa como autora intelectual del crimen?". "Te estoy vacilando", me dijo. Yo estaba ya sacando valentía de algún lado. "Pero... ¿a mí marido lo matarías?". Me le quedé viendo fijamente. ¿Estaba hablando en serio? Traté de descubrir dónde estaba su sonrisa escondida, mostrándome que aquello también era una broma. Al ver que no realizaba ningún gesto, le dije: "Te propongo robarte de tu casa y dejamos a tu marido y a su perro vivos". "Nos buscaría para matarnos él", respondió soltando una carcajada que rápidamente se volvió en un rostro compungido de dolor y seriedad. "Lo voy a pensar", le dije, sin tener nada más que decir. Entonces, al día siguiente recibí su mensaje: "Rescátame de este lugar". Había que matar al perro.
La urraca
Olga de León G.
"No vayas a abrir la puerta", me dijo con cierto énfasis en su voz, como quien tiene miedo. "¿Por qué, a quién?", le respondí. "A ese animal negro. Míralo, parece que está molesto... quiere entrar, viene por mí. No le abras la puerta".
"No, mi amor. Sí repiquetea en el cristal, porque se ve reflejado y cree que es otro animal. No es tan inteligente como un cuervo, pero sí tiene cierto grado de inteligencia". No lo convencí. "Viene por mí", insistió.
Ya no toqué el tema, quise desviarlo y recordé todo lo acontecido un día antes, el viernes. Él había dormido prácticamente todo el día, además de lo que hubiese permanecido durmiendo en la noche y madrugada. Teníamos dos días sin televisión, y aunque casi nunca ve alguna película, juego o programa completo, sí es un vehículo de distracción para estar un poco activo.
Vino el técnico en el día y hora acordada, y aunque habló mucho, no fue ni muy claro ni prosaicamente sencillo su léxico, más bien hablaba como haciendo gala de su vocabulario técnico...
Menuda importancia tenía eso para los de casa que lo escuchamos pacientemente, hasta que mi temperamento pudo soportar su patanería... En fin, se fue y cuando horas más tarde quise conectar algún canal, caí en cuenta de que, ¡ni siquiera nos dijo cómo encender y apagar el nuevo control!
Nunca había añorado, tanto, algo viejo (viejo, ¡no antiguo!), como ese día el modem y control que se llevó el hombrecito presuntuoso de su léxico especializado. Si para cuando vino el técnico, ya se veía la televisión, que caso tuvo el cambio: decía mi cerebrito, algo enojado. Llamé a la compañía para solicitar apoyo por teléfono. Y, tras la segunda consulta con una joven, paciente y servicial, después de casi cuarenta minutos de intentos fallidos, optamos por hablar de corazón a corazón.
Afectada y triste como casi todos los días por las enfermedades con que sobrevive mi esposo, y con mi cansancio, dolores musculares reumáticos y la falta de sueño consuetudinarios, suelo olvidar que el mundo es mucho más grande que el espacio en el que me muevo, y que existen miles -tal vez millones- de personas que sufren igual o más que los de casa.
El hilo invisible de las telecomunicaciones vía la voz, esa tarde, unió mi alma a la que del otro lado que trataba de resolver "el problemita" que nos endilgó el técnico. Creo que en muy pocas ocasiones he encontrado personas que hablen más que yo. Y, sí, ella hablaba conmigo, pero desde su espacio iba buscando solución al problema técnico.
Cada ser humano llevamos en nuestro mapa genético un futuro no muy lejano de lo que padeceremos, y sin embargo, no lo conocemos, no, si no somos sujetos lo suficientemente especiales para que la ciencia se ocupe de descifrar la maraña de datos que encierra el lenguaje del ADN, en el léxico de nuestros genomas. Y, ¿valdría la pena saber?; sí, si se pueden curar las enfermedades que nos acechan. Si no, para qué sumarle una preocupación más a nuestra vida diaria.
Hay niños que nacen siendo ángeles, entran y salen de hospitales y finalmente, después de dos años se van volando al cielo, dejando un hueco enorme en padres, familia y todos los que lo conocieron: eso solo es un capítulo muy triste de mi nueva amiguita, quien antes ya había sufrido desde niña-púber, otras duras tragedias en su vida... Cuántas personas van por el mundo con su carga especial y única de experiencias muy duras, muchas.
Hasta dejé de sentir dolores, el enojo se diluyó y mis ojos y voz rompieron en llanto, los primeros, y se me quebró la segunda. La señorita hizo su trabajo, resolvió el problema técnico y me regaló empatía, al entender mi desesperación.
Ale, le dije, me ha inspirado usted una frase que es paráfrasis de otra muy conocida... A partir de hoy, sé y tengo por verdad, que: "voces escuchamos; pero, solo por la voz, almas y vidas no podemos conocer.
Nunca vi a la urraca, cuervo, o lo que sea que vio mi esposo; pero sí vi el temor plasmado en su mirada.