Días felices y días tristes
Olga de León G.
La vida nos da un poco de todo, de lo bueno, lo mejor y lo no tan bueno, o definitivamente, malo. A lo largo y ancho del tiempo de vida que he tenido y el destino que me ha tocado conocer, sea por elección propia o azahares del camino por el que he andado, existe un asunto que me intriga y no entiendo del todo: la incesante búsqueda de la felicidad que los hombres persiguen y quisieran alcanzar.
Nunca ha sido para mí una preocupación esencial ni prioritaria: "ser feliz". Pienso que existen otros principios que merecen ser prioritarios para toda la humanidad, como: la justicia, la equidad, la honestidad, una conducta recta y honesta, la empatía con nuestros semejantes, especialmente con aquellos que no tuvieron la fortuna de recibir una educación familiar, cultural, ni académica superior o, por lo menos, de un nivel que les permita sobrevivir en medio de las abismales diferencias sociales y económicas en las que los sistemas económicos nos mantienen separados, incluso realmente aislados.
Espero no se me malentienda: aspiro a ser feliz, sí, desde luego. Pero esa no es mi prioridad, sino el fruto y producto que alcanzaré si en algo puedo contribuir al bien común y las mejores condiciones de vida para todos, para la humanidad en su conjunto. Creo que se ha exagerado ese "valor", llamado: "felicidad". Una felicidad fatua, egoísta, individual y elitista.
Ser feliz equivale a gozar de libertad, independencia, educación familiar y académica, o al menos escolarizada, tener cierto grado de cultura universal y nacional o propia, humanista (en tanto que humano), modesto o humilde de ser posible, antes que vanidoso y engreído. Obviamente en un sistema que no logra emparejar niveles entre sus ciudadanos, todo lo anterior es diverso y difiere justo por las carencias.
Los sistemas económicos y sus mercadotecnias nos venden en paquetes ad hoc para cada nivel, esas cajas preparadas para ser feliz, según el barrio y las posibilidades de lograrlo: ¡es un verdadero embrollo!
Por lo que hasta aquí he expresado -y mucho más-, pienso que aspirar solo a ser feliz es algo demasiado fatuo. Las personas con menos recursos económicos aspiran a tener un techo propio bajo el cual vivir con sus familias; comida caliente en su mesa, suficiente para una alimentación sana; medicinas y atención médica cuando la requieran, y ahorros para lo imprevisible y para el descanso o eventuales vacaciones: sería lo lógico y humano que todos lo tuviéramos.
Desafortunadamente, la pobreza no es algo de lo que se pueda salir fácilmente, y jamás se convertiría en riqueza o abundancia, ni siquiera con el mayor esfuerzo que realizaran. Por eso, siguen siendo pobres y en apariencia, ignorantes, pues no destinan su dinero a lo que "no pueden resolver", y acaban gastándose lo que les queda, en vicios, comida chatarra y entretenimiento que a nada bueno los conduce. ¡Ah!, pero ellos y solo ellos, son los responsables de que no puedan salir del atolladero: explicación del que todo lo tiene, para entender la pobreza extrema o incluso, la miseria.
Se me retuerce el hígado y me lastima al cerebro, escuchar a los infelices que dicen que el pobre es pobre, por flojo, porque no trabaja y no ahorra... Esos que he llamado "infelices", son verdaderos ignorantes y desvergonzados, amén de malévolos y perversos. ¡Perdón!, ¡Ojalá!, ninguna de esas especies lea este texto, podría no entenderlo: Seguro, ¡no lo entenderá!
Ciertamente, todos tenemos el legítimo derecho a ser felices. Y, dadas las diferencias y dificultades por las que cada uno atravesamos a lo largo de nuestras vidas, esa felicidad pequeña o grande, transitoria o duradera que por períodos logramos en nuestros días buenos y algunos aun mejores, tenemos que atesorarla y guardarla en cápsulas que podamos sacar en los recuerdos, para revivir nuestra personal felicidad. Solo he querido insistir en que no hagamos de la carrera y búsqueda de la felicidad, nuestra capacidad única para "ser felices". Seámoslo, compartiendo con el resto de la humanidad un cachito de nuestro cielo y nuestra belleza terrenal.
¿Por qué pienso que soy feliz?, sin alarde de ello y sin que sea mi personal felicidad un estandarte o bandera que pueda cubrir a muchos; no, no es así, justo por las diferencias -lamentable o afortunadamente- que me fueron dadas por la educación en casa, por las ideas que mis padres nos inculcaron desde muy pequeños... Y, porque mis estudios universitarios acabaron de orientar mi pensamiento y mi filosofía de vida con base en la ciencia, el arte y la cultura...
Pero, afortunadamente, no soy modelo único ni exclusivo, gozo de la amistad de muchos (ídem: felices), para aludir a la palabra en el filme, "Ghost: La sombra del amor": agradable "churro" que nos ha ofrecido la "caja idiotizadora" (TV), estas semanas. Por último, mi mejor deseo para todos: ¡Que tengan una feliz Navidad!
La desgracia inaudita
Carlos A. Ponzio de León
Hay quienes dicen que mi valemadrismo es notorio y algunos lo encuentran reprochable, sobre todo quienes tienen miedos. No es que las consecuencias de mis actos no me importen, pero ya he comprado mi libertad al valor más alto que puede pagar un ser humano: a términos de intercambio funesto en sufrimiento, humillación y castigo. He descendido a los infiernos y he ascendido, gravemente herido, de ellos. ¿Quién se atreve?
Me remito a contar historias de esta corta vida, de medio siglo, que he tenido bajo mi actual nombre y que me han forjado. Voy a dejar fuera los cuatro intentos de asesinato Divino que he sorteado durante mis eventos psicóticos.
Estas historias son de niñez.
En la primera estuvo involucrada mi primera mascota: un dálmata hermoso al que amaba, de nombre Terry, (por "Terrícola"). Lo teníamos encerrado en el patio de la casa paterna, con su propia casita de madera. Con el tiempo, el techo se deshizo y hubo que remplazarlo por una lámina de doble agua. El perro era capaz de escapar por ahí, empujando, así es que había que tener piedras sobre la lámina.
Un día, encariñado yo con mi Terry, abrí un poco el espacio entre techo y pared para acariciar al animalito y quiso escapar. Traerlo de regreso a casa siempre era una aventura sufrida y seguramente sería yo castigado si el animalito se iba. Así es que, para evitar que saliera, hice un gran esfuerzo presionando la lámina hacia abajo, para que el perro metiera la cabeza. Y no la metía. El animal era muy fuerte; lo sabía. Pero de lo que no me estaba dando cuenta, era de que el perrito tenía atrapado el cuello entre una pared de madera y la lámina: Estaba yo asfixiándolo. Lo entendí hasta que pude ver el sufrimiento en sus ojos y lengua. Alcancé a soltar la lámina justo a tiempo.
Aquella anécdota tuvo un impacto para el resto de mi vida. Desde entonces, jamás intento retener a nadie conmigo. Cuando llega el momento de una despedida, dejo ir. Es un acto de amor y agradecimiento por el tiempo que compartimos juntos.
La segunda historia ocurrió en la oficina de mi Padre, cuando era funcionario de un partido político. Jugaba yo, siendo niño, con una hoja de papel convertida en avioncito. La lanzaba y volaba unos metros. En uno de los intentos, el avión quedó atrapado en el voladizo del segundo piso. Me encontraba en un patio. Subí por escalinatas de caracol, de metal, al piso superior y salté el barandal que daba al balcón interior: era de hielo seco. Caí de una altura de tres metros y mi cabeza golpeó el filo de un escritorio metálico. El escándalo fue mayúsculo. Mi padre salió de su oficina inmediatamente y de ahí fui trasladado al hospital. Más allá del vertedero de sangre, no pasó nada.
A los pocos días, volví al lugar de trabajo de mi Padre. Podía jugar con avioncitos, pero tenía prohibido volver a subir al segundo piso. Recuerdo estar en un sillón, en la sala de espera, mientras mi Padre despachaba asuntos en su oficina. Ahí, un hombre delgado y de cabello liso, corto y cano, se acercó a saludarme. Se sentó junto a mí un rato y me enseñó a contar del uno al diez, en inglés y francés. Nunca más supe de él. Apareció y desapareció.
Aquel fue el primer salto al vacío de mi vida. En esa ocasión, no tuve miedo porque no conocía que existía el riesgo de la caída. Comprendí que a veces nuestras acciones tienen consecuencias que no podemos prever.
La tercera historia ocurrió alrededor de los doce años. Había salido a jugar con los amigos por la tarde y cuando regresé al hogar, no había nadie. Pensé en ingresar por una ventana trasera, de la cocina; no sería la primera vez que lo haría. Pero había que sortear un obstáculo: la mesa de madera alta que ahora se encontraba colocada en el lugar que antiguamente ocupó la casita de madera del Terry. Salté sobre ella desde una barda, pensando que me sostendría, y se quebró. Las tablas golpearon mi rostro. Hubo heridas y sangre. Otra vez, salté al vacío. Pude ver el riesgo, pero no calculé correctamente.
He saltado toda mi vida: sobre espinos, sobre fuego, sobre mar abierto, sobre precipicios, sobre tanques de agua de cincuenta metros de altura. En algunas ocasiones he fracasado; pero no en todas. Un poco de sangres es... solo un poco de sangre.
No es que no tenga miedos; los tengo. Pero soy ecuánime. Sé que los dilemas son inevitables y siempre hay una decisión que tomar. Un golpe por aquí y otro por allá; qué más da.