La cueva de Lorenzo
Olga de León G.
Luna que te vuelves queso cuando te asomas al río o joya esplendorosa, cuando te meces entre las olas del mar. Dime tú que me conoces y sabes que soy tan constante como las estrellas muertas que se niegan a abandonar la bóveda celeste, o acaso como el mismo rey de todos los astros –perdonando la comparación- a quien ni las tormentas o los eclipses logran desaparecer. Si acaso parece que se va u oculta por un tiempo, o que brilla tenuemente detrás de las grises nubes que envidiosas de sus rayos candentes, cada que pueden, desmerecen su luz y su brillo; mas no lo pueden matar... Porque -sencillamente- no pueden. Ese es: el padre de todos; aún de los envidiosos o las más humildes centellas de luciérnagas tímidas y a la vez coquetas, que se esconden para luego salir e iluminar el sendero de las almas perdidas, en la oscuridad de sus propios bosques.
Ensimismada en sus ilusas ideas de poeta, la mujer se ocupaba de recomponer los últimos versos que había escrito la otra noche, cuando la sorprendió -en la madrugada- el tintineo de las gruesas gotas de lluvia que caían sin cesar sobre el techo de su cuarto de estar, donde solía sentarse arremolinada en su viejo y ya medio destartalado descanset de piel, a escribir lo primero que se le venía a la mente.
Esa noche, no lograba avanzar ni producir líneas bellas, al menos como las tres primeras de este texto que va surgiendo, arrancado de la tenacidad y el coraje por no declinar ni abandonar la ruta... a pesar de la tristeza que invade el espíritu de quien escribe y no puede sustraerse al dolor y la falta de sueño; no por falta de ganas ni voluntad de dormir, sino por la necesidad que luego viene: de levantarse, ponerse en pie y empezar el nuevo día.
Se encontraba en esa lucha contra la caída de sus párpados, cuando escuchó que tocaban a la puerta principal de su casa... ¿A esta hora?, se preguntó no sin dejar de sorprenderse ni de reaccionar con lentitud, dado el sueño que casi vencía a su cuerpo. De suerte que se dirigió lo más ágil y rápido que pudo a ver quién llamaba a la puerta...
Era la madre de Lorenzo con el rostro desfigurado por la desesperación y la angustia que sentía. Carmelita, le dijo la que se caía de sueño. ¿Qué sucede?, ¿qué podemos hacer por usted?
Mi hijo, señora, ha desaparecido. No está en casa ni con alguno de sus amigos. Él nunca se va sin despedirse, ni sin decir a dónde irá...
Había cerca del vecindario, una zona boscosa, a donde solían ir a jugar algunos de los niños del barrio. Otros nunca se acercaban. Temían que el cuervo que habitaba la cueva en medio del bosque, los atacara. Era un cuervo enorme, mucho más que cualquier otro, tenía el tamaño de una gran águila; pero era un cuervo. O eso creían todos, aunque nadie estaba seguro de que así fuera, porque en realidad nadie lo había visto.
Al anochecer, una luz intensa se proyectó hacia afuera desde el interior de la cueva. Y la sombra de dos figuras se reflejó en el follaje de los árboles. Una era la de un niño de no más de diez u once años, otra, no lograban describirla quienes presenciaron aquel fenómeno inexplicable, unos decían que se trataba de algún ángel, pues se veían sus alas... Lo cierto es que Lorenzo, el niño, después de que fue encontrado, refirió que había hablado con Dios, a quien buscó durante mucho tiempo y finalmente lo encontró en la cueva, orando por el mundo, por los enfermos y los más pobres y desvalidos, pero también por los hombres crueles y desalmados que se encargaban día a día de matar los sueños de los niños y las almas puras y nobles que solo vivían para hacer el bien.
Lorenzo nunca comprendió en su total dimensión el sentimiento de angustia que su madre sintió aquel día por no saber de él, por algunas horas, pero siempre supo que nadie lo amaba más que esa madre que Dios le dio.
Cuando todos en el barrio y el pueblo se enteraron de lo acontecido a Lorenzo, y de lo incierto de la existencia del cuervo, determinaron llamar a esa cavidad en medio del bosque: La cueva de Lorenzo. Y ahí acudían los que necesitaban un refugio para sus temores y sus tristezas, de donde después de pasar dentro de ella, algunos minutos, una hora o menos, salían con renovada fe en sus capacidades y las bondades que podían recibir de la vida: fueran o no creyentes de religión o credo alguno. Todo se lo atribuían a la Cueva de Lorenzo.
Cien años después, la historia o leyenda seguía viva y se divulgaba sola.
La nueva dieta
Carlos A. Ponzio de León
Como mujer, supe que necesitaba de una nueva dieta sin nada que elevara mi nivel de cortisol ni estrés en la vida: el día que vi a mi hijo, de seis años, llegar de la escuela con la camisa blanca ensangrentada y sus labios rotos. Me pidió las llaves de la biblioteca de su padre, quería sacar de su estuche, la vieja carabina del abuelo, ya inservible, para matar al niño de doce que lo había golpeado esa mañana. "¡Espera!", le dije a mi hijo, abrazándolo, "vamos a resolver esto; primero cálmate".
El conflicto comenzó a media mañana, durante el recreo. Mi hijo se encontraba jugando fútbol con sus compañeritos cuando al otro niño, que caminaba por la banda lateral, se le zafó el celular de la mano y el aparato fue a dar a los pies de mi hijo. Lo pateó. El teléfono se estrelló en el metal de la portería. Quedó hecho un harapo de circuitos. El de doce retó a mi hijo a una pelea y el mío aceptó. Acordaron verse a la salida. El monstruo no batalló en darle una golpiza a mi niño. Había que verle el tamaño para figurarse lo que iba a suceder. Afortunadamente no le tumbó ningún diente.
Cuando lo vi llegar a la casa me asusté. Lo calmé y me dije: necesito darle espacio para que se desquite. ¿Cuánto tiempo? Bueno, es un niño. Si esto fuera una pelea entre adultos, con 48 horas sería tiempo suficiente. Así es que lo trasladé al tiempo que necesitaba él, de seis años. "Te voy a dar media hora, treinta minutos exactos, para que descargues toda tu furia, en la medida de lo que puedas, desde tu cuarto. No te voy a molestar en ese tiempo, pero solo tendrás media hora. Voy a poner a funcionar un cronómetro y luego de los treinta minutos, voy a llamar a tu puerta, vas a parar de golpear cosas y vas a abrir espacio para la paz en tu interior. ¿Entiendes?". Mi hijo asintió con la cabeza. "Ve a la sala", le dije, "siéntate en el sillón y piensa qué vas a hacer durante esa media hora".
Me quedé ahí, en la cocina, pensando. Tampoco iba a dejar que destruyera todo su cuarto. Bajé al sótano y desempolvé el viejo costal de arena de su padre; junto con sus guantes. Los subí a la recámara del niño y el costal lo recargué en la cama. Guardé las cosas de cristal que encontré y alejé la mesita de madera porque dije, no vaya a ser que este se caiga y se golpee con ella. Finalmente bajé y le pregunté si ya estaba listo. Contestó que sí. Subió por las escaleras, escuché que cerró la puerta y eché a andar el cronómetro. Todo era un juego de coordinación.
Dejé de escuchar ruidos antes de que el reloj marcara el tiempo establecido. De cualquier manera, esperé a que concluyeran los treinta minutos. Cuando sonó la alarma, toqué a su puerta y encontré al niño fatigado y con el puño derecho lastimado. También estaba triste: o triste, o enojado, o cansado. Bajé con él a la cocina y le dije, tomando un bote de vidrio, "acompáñame al jardín". Nos dirigimos al hormiguero de insectos rojos y con un palito, metí unos veinte en él. Luego fuimos al hormiguero de hormigas negras e igual, introduje unas veinte al tarro. Luego lo tapé. Regresamos a la cocina y le pedí que observara a los animalitos.
Ahí andaban de un lado al otro, caminando los himenópteros. Parecía que estaban conviviendo pacíficamente. No tenían motivo para pelear. Luego, tomé el jarro y lo sacudí bruscamente. "Ya me sé la historia", me dijo el niño: "se van a empezar a pelear, rojas contra negras". Efectivamente, comenzaron a tragarse las cabezas, las unas a las otras.
"¿Sabes por qué sacudí el jarro?", le pregunté a mi hijo. "Para decirme que las hormigas ahora creen que son enemigas entre ellas, pero el verdadero enemigo es la persona que sacudió el bote".
Si mi hijo hubiese sido un adulto, le habría dicho: "No, lo que pasa es que hay mucho dolor en mí; las hormigas no me importan, lo hice para divertirme". Pero no le dije eso, sino: "Agité el bote porque hay mucha confusión y no sé cómo explicarte que no puedo estar al pendiente de todo lo que te sucede a ti, en este mundo. Quizás sea complicado entenderlo a tu edad; pero debes saber que, para sobrevivir en la vida de la mejor manera posible, debes alejarte de los conflictos; mientras puedas y, ¡cuanto antes!".