Ahora, el cansancio hizo otra de las suyas en mi mente y su sombra volvió a cubrirme. Les dejo dos cuentos de mi hijo. (Olga de León G.)
El decapitado por asombro
Carlos A. Ponzio de León
Salí de mi casa, luego de haber tocado la batería. No le atino al ritmo, pero me gusta golpear los tambores durante horas. Pum, pum, pum. Sueño que un día tocaré con Metallica. Y no es mi único sueño. Tal vez un día también llegue a ser peleador de lucha libre profesional. Todos los domingos voy a la Coliseo con mi papá y vemos a los luchadores más importantes del mundo que vienen a la ciudad. Son puros gritos y chingadazos. Mi papá se toma unas cervezas y a mí me da unos traguillos; me saben amargos. Mi jefe se pone como loco durante la pelea estelar, a dos de tres caídas sin límite de tiempo. Grita y grita y grita. "¡Mátalo! ¡Rómpele el hocico!". Uy, de todo gritan ahí. Y como yo quiero ser luchador, también me emociona entrenar. Ensayo con mis amigos de la cuadra.
Ellos son más pequeños, pero aún así, son un reto, porque no quieren pelear a la primera. Los tengo que hacer enojar para que comience la batalla. Por eso, hoy salí un poco tarde de mi casa, porque sé que ya se han reunido en la cochera de la casa grande de la esquina y ahí voy a encontrar a mi retador de la tarde. Ahí voy, dando pasos gigantes.
Y alcanzo a verlos. Suelen ser más de diez, pero aún no han llegado todos. Están sentados en la bardita: de derecha a izquierda: Tomás, Julio, Diego, Ambrosio, Miguel, Ramiro y Samuel. Son los más chiquillos. Creo que hoy voy a elegir a Samuel. Se me está antojando. Es el menor de todos, pero es muy pesado. Debe tener como diez años. O sea, soy ocho años mayor que él. Ninguno ha entrenado karate durante doce años, como yo. Como quiera es reto, porque ese niño está muy pesado. No lo levanto fácil. En realidad, voy en desventaja.
Saludo a cada uno. Rozamos las palmas de la mano, luego el anverso de la mano, chocamos puños y tronamos los dedos, para terminar pescados del dedo gordo y agitar el resto de los dedos como si fueran las alas de un pájaro. Pero ninguno me saluda con entusiasmo. Están bien molestos; más, sin embargo, me vale madres... Porque sopas...
Jalo a Samuel al pasto y grito: "¡Y empieza la pelea!" Le meto una pierna entre las suyas y lo empujo... y bofos... al piso. Entonces me le trepo encima y empiezo a contar, mientras golpeo el césped con la palma de la mano, como si fuera el réferi... Uno, dos y... pero yo mismo me empujo para bajarme de encima de él. "¡Y Samuel se quita la llave, señoras y señores!". Y ahí está el gordito, bien encabronado. Gira el cuerpo de lado, se coloca boca abajo y se levanta. Lo miro y veo que le sale fuego de la boca. Lanza una patada lenta que esquivo fácilmente. Según él, tira a matar. No me hubiera hecho ni madres, si me pega.
Me trepo en la bardita y me lanzo sobre su pecho y al piso. Otra vez lo tumbo. Pero ahora hace un esfuerzo por levantarse y moverme de encima de él. Pero no puede el gordo. Comienzo a golpear el césped otra vez: Uno... dos... y... y me vuelvo a empujar lejos de él. "Y Samuel se vuelve a quitar la llave, señoras y señores". Y veo que ahora se levanta más encabronado. Se está poniendo buena la pelea. Vuelve a lanzar una patada y el menso se desbalancea y cae. Y me le tiro encima. "Uno... dos... y...", y ya estoy a lado, boca arriba. No puedo quedarme ahí porque si me lanza una patada, sí me pega. Me levanto rápido. Y ahí va para arriba él también. Veo que llegan Sebastián, Ricardo y Luis. Son de los mayores; pero también les saco al menos tres años a cada uno. "¡El público comienza a abarrotar la arena, señoras y señores!".
Y uno de los otros huercos grita: "¡A la esquina de Samuel, llega Ciclón Lunar, señoras y señores!". Y entonces el pinche vato estira la mano y chocan las palmas. O sea, hay relevo. Y el Ciclón Lunar se me viene encima y le tiro una patada de karate y bofos, al piso. Le pegué durísimo. Está sangrando. Pero el chavito se levanta y me tira una patada que esquivo fácilmente. "¡Y a la esquina de Samuel, llega Huracán Ramírez, señoras y señores!". Y que se me lanzan los tres cabrones. Bolas, ahí voy al piso. Me levanto y todos los pinches huercos se levantan. ¡Patas para que son! A la chingada, se me iban a venir encima los diez.
No he vuelto a la cuadra.
Triple coincidencia
Carlos A. Ponzio de León
"Señorita Luisa McGuire, se le requiere en la recepción," se escuchó decir a una voz masculina por los altavoces del casino. Una belleza que bien podría haber pasado por ganadora de Miss Universo, en pantalones rojos y blusa celeste, se levantó de una de las mesas de la ruleta, cruzó la sala y se dirigió a la recepción. Un hombre le entregó un papel y algo le explicó señalando el mismo papel. Ella lo tomó consigo y se alejó para ir a meterse a una caseta telefónica. Introdujo una moneda en la rendija de la caja negra y marcó. Esperaba que alguien le respondiera del otro lado de la línea cuando giró su cuerpo y alcanzó a verme, notó que la observaba desde la silla de una las mesas del Black Jack, donde aún no llegaba el repartidor de barajas. Dirigió su mirada al piso. Yo volví a mi lectura: un artículo de la revista Vogue.
Continué dando vuelta a las páginas hasta que encontré... a una modelo anunciando relojes: una diosa de la belleza, quien me pareció idéntica a la chica de la caseta telefónica. Levanté la mirada en busca de ella y acababa de colgar. Abrió la puerta de vidrio de la caseta y salió. Cruzó la sala del casino, se dirigió a la silla que ocupaba en la mesa de la ruleta, recogió sus fichas y se encaminó a la salida. Yo cerré la revista y me dirigí detrás de ella. La encontré esperando el elevador. Me detuve observando desde lejos. La puerta del ascensor se abrió y subió en él. Yo me quedé mirando desde lejos. Notó que la observaba y no se intimidó. Levantó el cuello y giró su mirada hacia otro lado, de manera altiva. Tomé asiento en la sala de espera y me quedé viendo los números encima de la puerta del elevador: la luz indicando cada piso por el que transitaba el ascensor. Paró en el piso 14. Volví a mi revista.
Recorrí otra vez los artículos de opinión: un análisis de la amenaza Iraquí para Israel, otro sobre la amenaza de Siria para Israel y Estados Unidos, y un último sobre la amenaza Iraní a los Estados Unidos. "Mentiras", eso es lo que a mí me parecían: una serie de inventos para justificar el arribo de más tropas norteamericanas a la región. De pronto se escuchó un timbre. La chica Vogue había descendido del elevador y esperaba que alguien la atendiera en la recepción. El mismo hombre regresó y recibió un maletín de manos de ella, luego se despidieron. Él se metió en la oficina detrás de la recepción y ella se dirigió a la salida. Yo me levanté tras ella.
Subió a un taxi del casino. Yo tomé el siguiente: "Siga al auto de adelante", le dije al conductor. "La semana pasada me pidieron lo mismo", me dijo el hombre. "¿Con la misma chica?", le pregunté. "No, un grupo de turistas que no cabían en un solo taxi. Tomaron dos y el de adelante era quien conocía la dirección a la que se dirigía el grupo". "Algo similar está sucediendo aquí", le respondí al chofer. "Pero este juego sí que me gustaría entenderlo", me dijo el hombre. "En su momento lo comprenderá", le respondí, "solo quiero pedirle que no se acerque mucho al auto que seguimos", concluí.
Tomamos Las Vegas Boulevard en dirección sur. Seis kilómetros, hasta que nos encontramos a las puertas de un cementerio. El taxi de la chica se detuvo ahí. Nosotros paramos cien metros atrás. Ella descendió y el auto se alejó. Algo sacó de su bolso blanco. Un artefacto negro. Por la forma en que lo sostenía, parecía un revólver. Comenzó a caminar de un lado al otro, como si meditara, luego de manera cada vez más agitada hasta que se apuntó en el estómago. "¡Suene el claxon!", le dije al taxista. Ella volteó a vernos. "Continúe hasta allá, por favor". Guardó el arma.
Cuando estuvimos junto a su lado, bajé el vidrio y le dije: "Suba". Abrí la puerta y se sentó junto a mí, en la parte trasera del auto. Hice una seña al conductor para que condujera. "Mi novio está enterrado en ese cementerio", me dijo, dejando salir su emoción en llanto. Guardé silencio. Se me nublaron los ojos y estuve a punto de que se me cerrara la garganta. "La entiendo... Mi esposa también está enterrada ahí". Aguardé, a punto de unirme a su llanto. "Pero no puede soltar su vida así", le dije. "La vida es injusta", respondió. Transcurrieron unos segundos y dije: "Sumamente". Me eché para atrás, recargando mi espalda en el asiento, sabiendo que finalmente había encontrado a alguien en la vida quien me entendería.