Diles que me perdonen
Olga de León G.
La gente casi nunca dice lo que realmente piensa, a veces solo por que sí, porque no quiere decirlo; otras, porque sabe que no le conviene, o que no le interesa a su interlocutor; pero, también oculta sus pensamientos, por hábito, porque tiene la costumbre de mentir, de inventarse un mundo que no es el real, pero que le gusta más que ese en el que vive.
A mis personajes en el cuento que abajo escribo, les gusta vivir fuera del mundo real, son idóneos para la ficción, y muy ad hoc como parodias de gente del campo puestos en la ciudad. Intentan ser auténticos, aunque haya muchos como ellos: toda una comunidad.
Y, en un pequeño homenaje a Juan Rulfo, por su fecha de natalicio, he escrito teniendo en mente: "Diles que no me maten", "Luvina" "No oyes ladrar los perros" y destellos de "Pedro Páramo", lo que enseguida se lee:
Pos sí, doña Elvira, así mesmo fue, tal como se lo he contado: el Dionisio se murió bien borracho y a sabiendas de que pronto moriría. Tomó durante cuatro días seguidos y, en cada uno, anunciaba su muerte: -ya me voy a morir, de hoy no paso...
Diles, Juancho, -a todos los que te pregunten por mí- que me morí rápido y muy contento. Que no sufrí, que no sufran ellos por mí. Y, pos sí, se murió: sin aspavientos. Nomás se le cayó la cabeza sobre la mesita de madera, donde estaba tomando y se quedó como dormido; cuatro horas después, su mujer se le acercó y se dio cuenta de que ya no respiraba: le levantó la cabeza y le limpió la cara con el delantal que ella traía puesto.
La Dolorita no lloró, no derramó ni una lágrima. Cuando le pregunté que por qué no lloraba, me dijo: -Mire usté, don Juancho, ya lloré demasiado toda mi vida a causa del Dionisio, yo sabía bien que el día que se muriera, no lloraría... Tampoco le diré que haré fiesta o me reiré de que el que tan mala vida me dio, se haya muerto. No señor, yo no soy ansina. Pero, no me pida que sienta lo que no siento: tristeza. No, esa la sentí toda mi vida, por verlo a él tan irresponsable y a mí tan tonta que nunca lo abandoné, como tantos me decían: mi propia familia, entre ellos, hasta a veces los mismos hijos que tuvimos, a los que los enseñé a respetarlo, a pesar de ser como fuera que fue conmigo, porque era su padre, y con ellos no fue mal hombre; también algunas amigas que sabían de la mala relación que existía entre nosotros, pos lo vieron varias veces agarrado de la cintura de otras fulanas, no entendían por qué no lo dejaba si yo no necesitaba de él para vivir y hacerme vivir con todos los gastos y manteniendo a nuestros hijos, yo solita (siempre pude hacerlo)...
Fue todo lo que expresó mi comadre, contó el Juancho, y ya no volvió a abrir su boca para nada. Ni el día del velorio ni en el sepelio, dijo nada Dolorita, la mujer del difunto Dionisio. Desde entonces, pienso que sí es posible que cada uno se muera cuando quiere y como sea que quiera morirse... Si se empeña mucho en lograrlo, como lo hizo mi compadre Dionisio. Quien se murió de tristeza y de decepción de sí mismo, al comprender, en los últimos años de su vida, que estuvo equivocado en casi todo... Y que nada podía ya enmendar.
Diles que me perdonen, Dionisio, yo no pude nunca pedirles perdón a los que ofendí... Prencipalmente a mi mujer. Pero, compadre, le contesté: a toro pasado, ya ni remedio hay... Además, no me corresponde hacerlo a mí.
A lo mejor, esa respuesta de mi persona, para él, fue como "el tiro de gracia" para que perdiera la voluntá de vivir... ¡yo qué sé!
Bueno, si no alcanzo a decírselos yo mesmo, tú diles que los quise muncho. Gracias, compadre, aunque ya casi no te distingo, sé, porque lo siento, que sigues aquí, que estás velando mis últimos momentos en este mundo, en este "Valle de lágrimas".
Sobre la mesita de madera golpeó suavemente su cabeza, que quedó de lado, con el último pensamiento verdadero y valioso -Dionisio- sobre su vida y sus amores. Murió solo, pero en paz con él mismo y con los que lo amaron con todos sus defectos y algunas cualidades. Nadie somos totalmente buenos ni absolutamente malos. Todos merecemos al menos un par de lágrimas, cuando partamos para Comala.
El discreto mensaje
Carlos A. Ponzio de León
Cumplía dieciocho años y era la primera vez que me encontraba en un bar de la Condesa: mi novio lo había propuesto. Me sorprendió encontrarme con un sitio oscuro apestando a cebada y madera, con música a un volumen altísimo y con chicas perreando sobre la pista de baile. A mí me dolía el estómago un poco: creo que era por lo que había comido. Ordené una limonada y mi chico una cerveza; recuerdo bien.
"Yo no sé por qué estos pendejos de cantantes se creen compositores", me dijo mi chico. Él es productor: se encarga de todo el aspecto musical que necesitan los artistas que maneja, a quienes él llama su "talento". Eso sí: cada uno debe mantener su figurita de consumidores de marihuana o cocaína: esqueletos vivientes que cantan al mismo tiempo que bostezan. Mi chico me dijo: "es el negocio de un viejo panzón que se divierte con estas criaturas en la actualidad. Creen que van a cambiar el mundo, cuando el mundo los moldea a ellos".
Nos encontrábamos, mi chico y yo, sentados en la barra del bar. Un óvalo que iba y daba vuelta y luego regresaba en forma de U, encerrando otra barra sobre la que flotaba la cristalería: los vasos para todas las bebidas que se puede uno imaginar. Y visualmente, aquello era una lumbrera para mí. Nunca había estado ahí. Podía vernos, a mi chico y a mí, en un espejo bajo la cristalería. Lo único que me molestaba era que él se encontraba un poco distraído. Le pregunté si quería ordenar algo de cenar y ni supo que le estaba hablando, menos entendió qué le había preguntado. Miraba de un lado a otro, como buscando algo. Yo le platiqué sobre mi semana: el bolso que había comprado en el centro comercial, los helados de nieve con las amigas al salir del trabajo, las noticias de Shakira y Piqué. Pero él: ni en cuenta.
Entonces noté que de pronto miraba con insistencia a la barra pegada a la pared. Había dos parejas que, cada una, había llegado por su cuenta, y más al fondo un tipo un poco mayorcito... para la edad de los que estábamos ahí. Despeinado y en fachas de manga corta, llevando pantalones cortos, bebiendo una cerveza directamente del vidrio de la botella. Yo no sé qué veía exactamente... pero mi chico giraba constantemente para mirar hacia la pared. Yo lo veía en el espejo.
Lo quise distraer dándole un beso, pero no me peló. Cuando finalmente se dignó para voltear a verme, le puse mi jeta más odiosa: una cara de tortuga enfadada que nunca me había visto ni yo a mí misma. "A ver cuándo me la quitas", según yo le dije con la mente, pero solo lo pensé. Noté que al menos se preocupó. Me dio un beso en la mejilla; pero, yo: igual: viendo a una mesa en el pasillo, del otro lado. Había dos sitios dónde colocar la vista: me fijé en el chico que se encontraba solo. "¡Nena, nena!", me dijo mi novio para que volteara hacia él. Lo hice, pero solo por un instante. Volví a observar hacia las mesas en el pasillo. Entonces lo escuché con su voz de que estaba bien encabronado: "¡Nena, te estoy hablando!". Giré mi cuellito para observarlo brevemente. ¡Y estaba emputadísimo! Yo: como quiera, volví la mirada al pasillo.
Pero, bueno, "ya no voy a ver al güey que está solo", me dije. Me puse a observar a la pareja en la otra mesa. Mi chico dejó de hablarme. Pasaron como tres... cuatro minutos sin que me dijera nada y vino el mesero. "¿Le sirvo otra limonada?". "Por favor", le respondí. Entonces mi chico se acercó a mi oído y me dijo: "Si vas a estar así... mejor nos vamos". "¡Mira, qué cínico!", pensé. Le hice seña para que se acercara. "¿Ya me vas a pelar?". "¡Claro!". "Ok", me dije, "voy a quitar mi jeta... pero, poco a poco".
Dejé de mirar hacia el pasillo y me puse a observarme en el espejo. Me acomodé el cabello con la mano. Lo traía debajo de los hombros. Entonces mi chico me abrazó por el cuello y me dio un beso en la mejilla. "Voy al baño, no tardo". Y se fue.
Entonces, no sé cómo, pero alcancé a ver al viejo que estaba en la barra donde mi chico estaba mirando y que viene directo a donde yo estaba. Traía algo en la mano: una servilleta que dejó sobre la barra, frente a mí, tenía escrita con pluma: "A tu novio le gustan los hombres". Me quedé blanca. Volteé a mirarlo y se había ido rumbo al baño, donde mi chico se encontraba...