Jesús vino a su propio pueblo

«Salió de allí y viene a su propio pueblo, y sus discípulos lo siguen»

El Evangelio de este Domingo XIV del tiempo ordinario retoma la lectura de Marcos, donde la habíamos dejado el domingo pasado, después de que Jesús devolvió la salud a la mujer que sufría pérdida de sangre desde hacía doce años y resucitó a la hija de Jairo. En esos episodios se destaca la fe de ambos. A la mujer Jesús dice: «Hija, tu fe te ha salvado» y a Jairo, después de que recibió la noticia de que su hija ya había muerto, le dice: «No temas; solamente ten fe».

«Salió de allí y viene a su propio pueblo, y sus discípulos lo siguen». ¿Cuál es el pueblo de Jesús? El Evangelio de Marcos, que fue el primero de los cuatro Evangelios que se escribió, no tiene un «evangelio de la infancia», como tienen Mateo y Lucas, y comienza con la presentación de Jesús al bautismo de Juan, siendo ya adulto: «Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1,9). Marcos es el responsable del título «Jesús de Nazaret» (cf. Mc 1,24; 10,47; 14,67; 16,6; Lc 4,34). Su pueblo es, entonces, Nazaret. Sabemos, por los otros Evangelios, que Él nació en Belén, pero se crió en Nazaret, el pueblo de su madre María.

En esa venida a su propio pueblo, «sus discípulos lo siguen». El evangelista cree importante anotar esta circunstancia, tal vez por dos motivos. Cuando relata la elección de los Doce, explica: «Instituyó Doce, para que estuvieran con Él» (Mc 3,14). Están, entonces, con Él también en ese momento. Pero es notable también que Jesús llegue a ese pequeño pueblo rodeado de doce discípulos. El detalle es indicado solamente por Marcos, porque debió permanecer como una reminiscencia de Pedro, uno de los presentes allí, de cuya predicación en Roma toma Marcos el material para componer su Evangelio (cf. San Ireneo, Adversus Haereses, Libro III, 1,1 y otros testigos).

«Cuando llegó el sábado se puso a enseñar en la sinagoga». Jesús conoce bien esa sinagoga y a sus asiduos al servicio del sábado, porque Él mismo era uno de ellos, como lo hace ver Lucas: «Vino a Nazará, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado» (Lc 4,16). Como hemos dicho, tuvo que impactar a los presentes el hecho de que llegara rodeado de doce discípulos; pero, más aun, que «se pusiera a enseñar». Jesús participaba cada sábado en el servicio sinagogal, como todo judío piadoso; pero mantenía un bajo perfil, hasta el punto de que los presentes, aunque saben que es Él mismo, no saben decir su nombre, como se observa más adelante. El evangelista no nos dice lo que enseñó Jesús en esa ocasión, pero sí la reacción que produjo: «La multitud, al oírlo, quedaba maravillada, y decía: "¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es ésta, que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?"». Su palabra la están escuchando y verificando su sabiduría. Sólo Él tiene «palabras de vida eterna» (cf. Jn 6,68) y su predicación debió tener tal impacto que, en cierta ocasión, los guardias del templo, enviados a detenerlo, no pudieron hacerlo y no supieron dar más explicación que esta: «Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre» (Jn 7,46). Pero saben de «esos milagros hechos por sus manos» solamente por referencia, porque Jesús, no había vuelto a su pueblo, desde que salió para dirigirse al bautismo de Juan donde comenzó su ministerio público.

Si ya se había destacado la fe de otros en Galilea -de la hemorroísa y de Jairo- y de los milagros obrados por Jesús que esa fe había obtenido, el lector espera que mucho mayor sea en su propio pueblo. Pero comienza a aparecer como un obstáculo su humilde origen: «"¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?". Y se escandalizaban a causa de Él». En ese pueblo era más conocida su madre María que Jesús, porque de ella saben bien el nombre, en tanto que sobre Jesús sólo saben que es carpintero y que es su hijo. ¡No saben su nombre! Se ve que Jesús no pertenece al mismo grupo de los que son llamados «sus hermanos», porque de ellos conocen el nombre sin vacilar: «Santiago, Joset, Judas y Simón». «Hermanos» aquí designa a «parientes» -lo que nosotros llamamos «primo hermanos»- o vecinos. Para expresar lo que nosotros llamamos «hermanos», en el lenguaje de la Biblia, la pregunta debió ser: «¿No son los hijos de su madre Santiago, Joset, Judas y Simón?». Por el modo como está formulada la pregunta, aunque la intención es otra, terminan dando un testimonio de que María no tiene más hijo que Jesús. Nosotros confesamos que ella es perpetuamente virgen y que el Hijo de Dios se encarnó en su seno por obra del Espíritu Santo.

Ese obstáculo para la fe, que significó el humilde origen de Jesús es explicado por Él con una de esas frases suyas que todos conocemos: «Un profeta no carece de honor, excepto en su propio pueblo». La afirmación directa es que todo profeta es honrado. Jesús asume para sí, en esta etapa de su ministerio, la condición de «profeta» y como tal era honrado, como lo hacía la multitud cuando entró en Jerusalén: «Toda la ciudad se conmovió. "¿Quién es éste?", decían. Y la gente decía: "Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea"» (Mt 21,10-11). Pero es su propio pueblo operó la envidia. No toleran que se destaque uno como ellos y esa oscura pasión los llevó al rechazo.

Habíamos dicho que se esperaba en su propio pueblo una fe más grande en Él que en otros lugares. Lo mismo parecía esperar Jesús. En efecto, «se maravilló de su falta de fe». Pero, rehusando creer, se privan también de sus dones: «No podía hacer allí ningún milagro». Un milagro no se puede imponer; el milagro es una respuesta a la fe y se concede en la medida de esa fe. Por eso, aunque la respuesta oficial de su pueblo haya sido el rechazo, algunos también allí creyeron. No olvidemos que allí estaba su madre María y que en ese mismo pueblo se produjo el acto de fe más grande y, por tanto, el hecho más admirable obrado por Dios, a saber, la Encarnación de su Hijo, después de que María dijo: «He aquí la esclava del Señor; hagase en mí según tu palabra», que le mereció a ella ser llamada «la que creyó» (Lc 1,38.45), como si este fuera su nombre propio. Esa fe mereció que se abriera allí una excepción: Jesús «curó allí a unos pocos enfermos, imponiendoles las manos.

Después de esta visita a su pueblo, Jesús continuó su misión: «Recorría los pueblos del contorno enseñando». Lo seguiremos de cerca en los próximos domingos.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo emérito de Santa María de Los Ángeles