Pienso en el viejo adagio de Mahoma y la montaña, mientras miro los cerros y cordilleras que bordean y resguardan a mi ciudad. Alfonso Reyes, evocando a Manuel José Othón, las llamaba "mis montañas épicas". Señas de identidad, puntos de orientación, los cerros de Monterrey son parte del imaginario colectivo. Yo crecí a las faldas de Las Mitras, y, durante los días de la secundaria, solía escaparme con algunos amigos y escalarlo hasta llegar a un ojo de agua, que, para nosotros, era secreto. Refugio y remanso, ese escondido paraje representaba nuestro contacto con la naturaleza; abajo, la urbe comenzaba a desbordarse y ya se podía contemplar el imparable crecimiento de la mancha urbana. Ahí, sin embargo, nos sentíamos a salvo de obligaciones y pendientes. Entonces se podía entrar y salir de la metrópoli sin mucha dificultad: era un ejercicio necesario para quienes ingresábamos en la adolescencia sin ningún tipo de manual, y sin ninguna pista de lo que nos deparaba el futuro. Ahora vivimos atrapados en ella. Y como Kafka decía de Praga: Monterrey tiene garras y una vez que muerde, ya no suelta.
Años después, y tras la lectura de Walden (1854), ese maravilloso ensayo de Thoreau que narra su vida en los bosques durante dos años y que lo hizo percatarse de que "la vida más dulce es aquella que se acerca a los huesos", intenté regresar. Nada quedaba de ese lugar. Una autopista pasaba por encima y conectaba un extremo del cerro con el otro; a sus orillas crecía una ristra de edificios de departamentos. ¿Hacia dónde ir ahora? Como rezaba aquel verso de Sabina: "La ciudad donde vivo es el mapa de la soledad".
La necesidad de escapar de la ciudad no es algo nuevo. En los Idilios de Teócrito, fechados durante el apogeo del helenismo, subyace el rechazo a la urbe: "Comenzad, musas, pastorales cantos"; ahí, en la naturaleza, el tiempo parece detenerse, o, al menos, volverse cíclico. En esos remansos incluso las lamentaciones son dulces, como cantaba Garcilaso en su primera égloga. La ciudad, por el contrario, concentra todos los vicios y males humanos, y así lo confirmaba, en una de sus sátiras, Juvenal: "¿Qué puedo hacer yo en Roma? Nunca aprendí a mentir". Se trata, por supuesto de una proyección, de la idealización de un deseo. El mundo rural suele ser tan violento como el urbano (y quien trabaja o vive en el campo lo puede afirmar sin ambages). A los citadinos, sin embargo, nos basta cualquier fronda o arroyo para detenernos y tratar de respirar a todo pulmón. La polución y el ruido han atrofiado nuestros sentidos: cuando contemplamos un cielo límpido y sentimos en las narices el aire fresco que trae consigo el olor a hierba nos embelesamos. Estamos, sin embargo, atados a la cadena de la "productividad" y el tiempo siempre se agota. No podemos detenernos sin sentirnos culpables.
La oposición entre el campo y la ciudad se basa en esas idealizaciones y se ha agudizado con el paso de los siglos. Esto nos hace olvidar el estrecho vínculo que existe entre ambas. Raymond Williams, uno de los más importantes críticos ingleses del siglo XX, lo advirtió hace tiempo: "Puesto que la ciudad habitualmente concentra los procesos sociales y económicos reales de la sociedad toda, puede llegarse a un punto en que su orden y magnificencia -pero también su fraude y sus lujos- casi parezcan, como en el caso de Roma, alimentarse por sus propios medios; pertenecer a la ciudad y reproducirse ahí, como por generación espontánea". La metrópoli crece incesantemente levantando muros de concreto, acero y cristal y nos impide ver que su suelo y derredores están hechos de tierra y agua. Y, para el caso de Monterrey, no es que la montaña venga hacia nosotros, sino que nosotros la hemos alejado, sepultándola bajo edificios y calles. Mientras sigo buscando un lugar hacia dónde escapar recuerdo un fragmento del Voto por la Universidad del Norte (1933), de Alfonso Reyes: ahí proponía, tomando como ejemplo la geografía regiomontana, un equilibrio entre desarrollo industrial y modernización cultural: "Fomente la ciudad de los dos crepúsculos sus dos hogueras esenciales, y el pensamiento y la acción se desposen dichosamente, en el rumoroso valle de la Mitra y la Silla". A veces ir a la montaña consiste en realizar un ejercicio cotidiano de autocrítica.