No me gusta abusar de las efemérides: como toda materia prima para escribir ensayos y artículos, pueden ser un arma de doble filo. Lo mismo pienso de las notas necrológicas o de los perfiles sobre libros y autores. Si abusamos de estos recursos, corremos el riesgo de convertirlos en pretextos para hablar de uno mismo. Sé también, como sostenía Ricardo Piglia, que todo ejercicio crítico es al mismo tiempo un guiño autobiográfico. Con esto en mente, no puedo evitar advertir que este año se conmemoran dos centenarios: el de la muerte de Kafka y el de la publicación de La montaña mágica, novela fundacional en más de un sentido. Se avecinan cantidades industriales de textos y cápsulas de toda ralea sobre ambos acontecimientos. Vistos por separado, cada uno presenta sus propias particularidades y dificultades. Vistos en conjunto representan la posibilidad de unir ficción y vida.
¿Qué más se puede decir sobre Franz Kafka? En su monumental biografía (dividida en 3 libros: Los primeros años, Los años de las decisiones y Los años del conocimiento), Reiner Stach llega a una iluminadora conclusión: Kafka enseña humildad. Y advierte: “Quien se atreve con él tiene que contar con fracasar”. ¿Por qué? La respuesta es contundente: Kafka fue el mejor escritor de sí mismo. Sigo con Stach: “Esto es inevitable, y el biógrafo debe tener claro que entra en una competencia que no puede ganar”. De nueva cuenta la respuesta es breve, pero irrebatible: “Kafka convirtió el lenguaje en un medio de desarrollo personal”. Y, tal como sostiene Stach, Kafka nunca dormía y tomaba nota de todo, todo lo registraba y apuntaba: las palabras, las cosas, el tiempo, los lugares. Sumemos a eso, otro obstáculo gigantesco. ¿Cómo contar la vida de alguien que vivió casi toda su existencia intramuros? Hablamos de una persona que vivió 40 años y 11 meses; que pasó casi toda su vida en Praga (salvo algunos viajes cortos); que trabajó en una oficina de seguros. Los grandes acontecimientos de Kafka pasaron mientras soñaba o padecía insomnio. Esas largas horas nocturnas cuando escribía, o esos interminables minutos que pasaba sentado en algún sillón, soñando despierto. Por eso el biógrafo se pregunta: “¿qué significa esto en un hombre cuya vida se hace plena en la profundidad, en una intensidad interior tan abrumadora? En repetidas ocasiones, Kafka se pasaba la mitad del día en la cama, en algún sofá, apático, inaccesible, soñando despierto… Se quejaba de ello a menudo, tan a menudo que se podría llevar la cuenta de las veces. Pero ¿qué sabemos al respecto? Sabemos que algo de lo que allí soñaba dejaría después sin aliento a unos cuantos millones de personas”.
Por esos mismos años, Thomas Mann escribía, borraba y volvía a escribir, en un manuscrito interminable, la historia de Hans Castorp y su visita al sanatorio Berghof, en las montañas suizas, para alentar la recuperación de su primo tuberculoso Joachim Ziemssen. Esto, por supuesto, es sólo el detonante. La visita sutilmente se va transformando en internamiento y todo cambia, el tiempo, la autopercepción, la relación con el cuerpo (¿dónde empieza y dónde termina la frontera entre la salud y la enfermedad, entre la razón y la locura?). Una de las técnicas de curación de la tuberculosis en esos sanatorios consistía en enrollarse en mantas y recostarse, durante horas, en una tumbona al aire libre (la altura y el frío hacían bien a los pulmones dañados). Así, casi sin darse cuenta, Castorp “había adquirido ya destreza aceptable en el manejo de las dos mantas, por medio de las cuales en los días fríos uno se transformaba en un paquete compacto, en una momia”, nos dice el narrador.
En 1924, mientras Mann daba su novela a la imprenta, Franz Kafka, enfermo de tuberculosis, agonizaba en el sanatorio de Klosterneuburg, Austria (moriría el 3 de junio de ese año). La montaña mágica me permite recrear y ambientar ese pasaje postrero del escritor checo. Imagino a Kafka, enmantado en su tumbona, mirando el paisaje: ¿qué pensaría en esos días finales? Una cita de su Diario, encontrada al azar, me da una idea: “No creo que haya gente cuya situación interna sea semejante a la mía; sin duda puedo imaginarme gente así, pero no puedo imaginar ni remotamente que, en torno a sus cabezas, vuele constantemente este cuervo misterioso que vuela en torno a la mía”.