El filósofo italiano Giorgio Agamben publicó recientemente el artículo "No somos herederos de nada"; partía su reflexión retomando un libro de ensayos de Hannah Arendt, publicado en la década del cincuenta y titulado Entre el pasado y el futuro, para echar luz en torno al vacío que media entre esas dos temporalidades, es decir, en el presente: "también nosotros –advertía- experimentamos un vacío y una ruptura entre pasado y futuro, también nosotros, en una cultura en agonía, debemos buscar si no una manera de parto, al menos algo así como una parcela de bien que haya sobrevivido al colapso". El primer texto me hizo ir al segundo. Arendt, exiliada en Estados Unidos desde hacía más de veinte años, se preguntaba, en el prefacio, por la brecha que mediaba entre el ayer y el mañana, y evocaba un aforismo del poeta francés René Char que funcionaba como detonación para las reflexiones de la filósofa: "Nuestra herencia no precede de ningún testamento". Si Arendt denunciaba la ruptura, provocada por la segunda guerra mundial, de la supuesta continuidad temporal promovida por la modernidad, Agamben ponía de manifiesto el fin de la era industrial y, con ella, el desmoronamiento de sus valores y obsesiones. Entre ellas, la idea de que somos los dueños del mundo.
¿Qué nos pertenece? ¿Somos dueños de algo? Agamben propone pensar la relación con el pasado no en términos de posesión (para así darle la vuelta a conceptos como tradición, patrimonio y, por supuesto, herencia), sino con una postura de diálogo: "No somos herederos de nada, y en ninguna parte tenemos herederos, y sólo en este pacto podemos volver a entablar conversación con el pasado y los muertos". Yo añadiría: cambiar la noción de patrimonio por la de "bien común", algo que es nuestro, pero no nos pertenece, y que abarca no solo a la producción humana (arte, arquitectura, literatura, historia, etc.), sino a la naturaleza. Porque no podemos desentendernos de nuestras responsabilidades. Me parece bien y celebro que no nos rijamos ya por conceptos unívocos ni por demandas impuestas, pero sí considero necesario el establecimiento de algunos acuerdos básicos.
Pensar la relación con el pasado y hacerlo en esta ciudad, que se empeña en borrar cualquier vestigio de otra época (pues vive en el vértigo y la vorágine del presente), es un desafío permanente. La memoria parece aquí ejercicio y proyección de la imaginación. Una ficción explicativa, como la llamaba Alfonso Reyes. Y, sin embargo, el pasado no se borra completamente, permanece de muchas maneras. Para observarlo es preciso leerlo como bien común, como parte de nuestra identidad colectiva. Tendremos que seguir imaginando esta ciudad para poder desentrañar su pasado y hacerlo tangible para el futuro.
Este ejercicio de lectura crea, entre otras cosas, un problema jurídico: si el pasado y sus manifestaciones (en un país, una ciudad o un barrio) nos pertenece a todos los que lo habitamos en el presente, quién se asegurará de su cuidado y permanencia para el futuro. La misma Arendt reparó en este dilema: "Sin testamento o, para sortear la metáfora, sin tradición -que selecciona y denomina, que transmite y preserva, que indica dónde están los tesoros y cuál es su valor-, parece que no existe una continuidad voluntaria en el tiempo y, por tanto, hablando en términos humanos, ni pasado ni futuro: sólo el cambio eterno del mundo y del ciclo biológico de las criaturas que en él viven".
Ofrezco una posibilidad de respuesta: repensar el concepto de herencia como algo que es nuestro, pero al mismo tiempo no lo es. Me explico: sería, más bien, algo que nos precede y que nos sobrevivirá. Es el momento de pensarnos a nosotros mismos no como dueños del mundo y sus obras, sino como los albaceas de su legado.