Guerras que se libran diariamente

¿Qué sucede con nosotros los lectores? Nada malo. Lo cotidiano y normal o natural: tenemos una vida propia

¿Incorruptible? Salvo

Carlos A. Ponzio de León

Un día antes, me escribió pidiendo cita. Llegó puntual a mi oficina, con el vestido de coctel más cortito que hubiera visto yo en mi vida: rojo como el escarabajo de lirio, dejando al descubierto sus muslos y piernas que, si me lo hubieran dicho, habría creído capaces de caminar sobre el agua. Dejó su bolso en una silla, junto con su cámara fotográfica, (era estudiante de la carrera de comunicación), se colocó frente a mí, sonriendo, con la misma encantadora sonrisa con la que derrumbaba mi corazón en clase. Levantó la vista, como muñeca traviesa, giró su cuerpo, enseñándome su figura incandescente, de suspiro, delineada por el vestido, a través del cual se transparentaban sus pantaletas blancas, casi como tangas. Dio un paso al frente, tomó un marcador rojo, le quitó el tapón y se puso a escribir garabatos en el pizarrón. "¿Cómo me fue, Prof.?"

Yo seguía extasiado con su cuerpo, digno de envalentonar a cualquiera para terminar por destrozar, a martillazos, a la Venus de Milo y remplazarla por una estatua de ella. Sus pechos eran dos palomas blancas, unidas por las alas; su cuello, las cataratas del Niágara; sus brazos, mármoles tallados por la savia de las plantas; su sexo pétalos, traslúcidos pétalos su sexo. Ese cuerpo erguido: los campos de batalla, el Gólgota donde cualquier hombre desearía morir.

"¿Cómo me fue, Prof.?", volvió a preguntar. "Muy mal... se notó que no estudiaste". Giró su rostro para mirarme con una sonrisa pícara, que bien podría describirse, quizás, como de deseo. "¿Reprobé?". "Estoy sacando promedios". "¡Por favor, dígame!". Giré el sillón hasta quedar de frente a la pantalla de la computadora. Tenía abierta la hoja de Excel: nombres de alumnos y sus matrículas, luego las calificaciones de los dos exámenes parciales, tareas, las asistencias y la nota del examen final. Llevé el cursor a la última columna en blanco; en cuya celda estaba la fórmula para el grado final. Corrí la selección hacia abajo. Aceptar. En fracción de segundo quedó el cálculo: cada alumno con su calificación final. 

Recorrí los nombres por apellido: Alvarado... Camarillo... Estrada... Y encontré el de ella. Seguí con la vista el cursor mientras lo movía por el mapa de calificaciones. Llegué y vi... cuarenta y cinco. No dije nada, pero repasé las calificaciones de los treinta alumnos: cinco reprobados, incluida ella, con la calificación más baja, a veinticinco puntos del setenta aprobatorio.

"Pues... reprobaste", le dije. "¿Cuánto saqué?" Pensé que se quedaría muda al escuchar su nota, pero respondió inmediatamente: "Prof., tengo que pasar esta materia a como dé lugar. ¿Qué puedo hacer?" Me quedé en silencio. "¡Dígame!, ¿qué hago?" "A estas alturas, no hay mucho qué hacer". "¡Mis papás me van a matar!" Giré de vuelta a la computadora; cambié el cuarenta que había sacado en el final por un cien y observé el resultado: seguía reprobando con sesenta y cinco. "Ni siquiera si te dejara volver a presentar pasarías", le dije.

"Ya sé", dijo ella y se dirigió a la silla. "¿Qué va a hacer?", me pregunté. Con su mano extrajo de su bolsa: un fajo de billetes. "Seis mil pesos, Prof., es lo que tengo", dijo extendiendo su brazo frente a mí. El estómago se me acalambró, en parte por lo que estaba viendo... pero en parte, también, por la infección estomacal que traía. Aún debía comprar el antibiótico y realizar los estudios que había ordenado el médico... Era tan simple como sustituir su cuarenta y cinco por un setenta de calificación final y olvidarme del Excel.

"Guarda eso, por favor. Si quieres pasar, solicita un examen de regularización y ponte a estudiar. Con poquito que sepas será suficiente; pero así no", le dije. Le quité la vista de encima y observé su cámara fotográfica. Una Canon R5 sin espejo, con un lente 24-105. Cien mil pesos. Notó que la observaba. La tomó entre sus manos y me la ofreció en las palmas de sus manos, sin decir palabra. "Ya te advertí; así no vas a pasar".

Se dirigió a la puerta, oprimió el botón del cerrojo y regresó hacia mí. Se plantó decidida, a escaso metro de distancia. Se levantó lo que quedaba del vestido; se bajó las bragas hasta las rodillas y su perfume de feromonas impactó contra mis sentidos. Con la voz entrecortada y el deseo hecho un monstruo en mi interior, me levanté diciendo:

"Ni te las quites, al cabo que no me van a quedar".

Me dirigí a la puerta, puse la mano sobre el cerrojo esperando a que se alistara... y la despedí mirando al suelo. (Inspirada en una historia de Jaime Montelongo).

"La Guerra y la Paz"

Olga de León G.

¿Por qué una obra a la que se la tiene como una de las mejores novelas de todos los tiempos, escrita por uno de los más grandes autores rusos, también de todos los tiempos, León Tolstoi, pocas personas la han leído hasta terminarla, mientras muchas otras, con desenfado y sin ninguna culpa moral, confiesan que les aburrió y que por eso no la terminaron, o de plano hicieron una "Lectura bárbara", como diría Alejandro Rossi, ya que después de leer poco más de la mitad comenzaron a dar saltos y buscar el desenlace, para saber en qué quedó el amor original entre Pierre y Natascha? ¡Claro!, el ambiente histórico en el que Tolstoi sentó su novela, los lectores de finales del siglo XX, ya lo conocían, el dolor y las tragedias de una guerra en el duro invierno de Rusia hacia el final del siglo XIX, era cosa del pasado... Sí, pero la guerra entre Francia y Rusia, pareciera que nunca ha sido vista desde la misma perspectiva de unos y otros; no sería posible... Además, la historia sobre la historia de los conflictos bélicos entre naciones como entre individuos, siempre es referida por el "triunfador", y naturalmente lleva inserto su propio acento. Así son las guerras, y así se refieren en los momentos de paz: tras el tamiz de la vista de los ojos que quedan detrás del telescopio: "los ganadores". Afortunadamente, siempre están del otro lado: los críticos, los analistas; la contraparte del relato oficial de las guerras. 

Eso me recuerda los años que tardé en terminar de leer "Cien años de soledad", hasta que me lo propuse, no por placer, sino como una imperiosa tarea, ¿por qué no la terminaba?, no lo sé. En cambio, he leído y releído a Rulfo, especialmente algunos de sus cuentos, como Luvina, y su estupenda novela, Pedro Páramo. No puedo decir que no terminaba la gran novela de Gabriel García Márquez por larga, pues he leído casi tres veces "El Quijote", una obra que es mi fascinación, y en la que encuentro tantas interpretaciones maravillosas sobre los misterios que guardan sus frases, sus pasajes y sus personajes en distintos momentos (capítulos), de la narración.

¿Qué sucede con nosotros los lectores? Nada malo. Lo cotidiano y normal o natural: tenemos una vida propia, y estamos inmersos en la rueca de los tiempos y la fortuna o infortunio del destino, que nos aísla y aleja -a veces- del mundo real y nos lleva lejos muy lejos de lo que sucede a nuestro alrededor, para cercarnos dentro del entorno personal y familiar, que -también, a veces- nos somete y sumerge en sentimientos inhibidores, casi asfixiantes y muy dolorosos. Entonces, ¿qué podemos hacer?: sobrevivir: un día el sol será suficiente luz sobre nuestra cabeza: y respiraremos profundo; y pensaremos que solo tuvimos una pesadilla, un largo muy largo mal sueño.

Si las cosas fueran tan simples y sencillas... Pero no, la vida sí es –en los mejores de los casos- un regalo de amor de nuestros padres, y de Dios (para los devotos creyentes en Él).

Dieciocho años de escribir en mi amado periódico local, desde entonces, algunos de la familia y una o dos amigas, que les gusta como escribo y respetan el manejo que de la prosa hago (con mis circunloquios, ese ir y venir y distraer del centro de la trama), me dijeron entonces, que me dedicara a escribir narrativa larga, una novela y ya empezara a publicar libros, uno primero, desde luego... Yo les contesté que en dos años me dedicaría a hacerlo... ¿Cuál es mi excusa para no haberlo hecho aún? Desidia, falta de disciplina, propósito, distinguir entre prioridades... O, precisamente por priorizar la vida familiar, la sobrevivencia económica, las necesidades del día a día; no sé, creo que sigo planteándole excusas... ¿Miedo al fracaso? No, eso sí que no me atemoriza, porque nunca me han detenido los obstáculos ni los tropiezos, sé levantarme y seguir caminando.

En fin, como decíamos ayer, en dónde me quedé, en que: hoy escribiré un cuento sobre la guerra y la paz; o sobre los pueblos vencidos y los vencedores; o sobre las guerras entre niños que crecieron bajo distintos techos, diferentes culturas y educados o apapachados por diferentes padres y madres, va pues:

El sol brillaba como nunca antes, el cielo lucía limpio de nubes negras, solo enormes algodones blancos estaban sobre sus cabezas... 

Nadie imaginó que llovería. Tampoco nadie imaginó que ese día muy lejos de allí, serían dejadas caer dos bombas para establecer la paz. Y terminó la guerra; pero también terminaron muchas vidas, sueños e ilusiones... He aquí mi cuento sobre Guerra y Paz.