¡Hijos de la muerte, hermanos del rencor!
Olga de León G.
En aquel no tan pequeño pueblo, pocas cosas extraordinarias solían suceder. A lo mejor, una cada cinco o seis años, o cuando muy frecuentemente, cada año bisiesto.
El año que sucedió lo que les contaré, era un año bisiesto, y hacía más de tres años que nada pasaba, nada fuera de lo ordinario y común o lógicamente explicable.
Debido a las altas fiebres que padecí, la memoria me en revezó las fechas, y no estoy muy segura si los hechos empezaron en abril, después del 25 y terminaron hasta principios de agosto o si todo sucedió solo en un día de cualquier mes, que se volvería nefasto, a partir del año de 2001.
Sí, la vida cambió no solo para Andrés, sino para toda la familia. Y, todos fueron infelices desde entonces: más de veinte años de sobrevivir sorteando los rencores o sacudiéndose las mentiras que algunos se fraguaron e incrustaron en sus corazones y alma como si fueran verdades absolutas e infranqueables.
Cada uno tuvo su dosis de dolor, aunque uno fue el foco de atención de toda la familia y se volvió monedita de oro a quien no se le podía reclamar ni decir nada que no le gustara, so pretexto de lastimarlo aún más, y orillarlo al desequilibrio: el mundo empezó a girar en su derredor: que no se entere de nuestras tristezas ni necesidades, que no se le moleste en lo más mínimo: no podemos contarle esto o lo otro, porque se deprime... y, eso sería fatal en su caso.
La vida continuó así, se cometieron injusticias, se relegó a algunos de los hermanos... en la boda religiosa, se les escondió hasta atrás, como si apestaran por estar transitando por un divorcio o separación. En fin, los detalles no vienen al caso y ya ni importan, aunque algunos no olvidarían, a causa de contar con una privilegiada memoria...
Ahora, lo sucedido ese día que aunque sí lo recuerdo muy bien, por estrategia técnica o literaria no quiero revelar, y prefiero asumirme con la memoria alrevesada, fue algo casi inexpresable. Trataré de ponerlo en palabras claras y a la vez sensatas, hasta donde mi dolorido corazón me lo permita:
Hacía mucho tiempo que no llovía, la sequía amenazaba con ser la mayor, no del año ni de la década, sino de todo el siglo pasado y el que recién avanzaba a su año veinticuatro. Mas he aquí que un día cualquiera de abril, el cielo se abrió como partiéndose en dos y por ese enorme hoyo que se dibujó con su partición, salieron dos negros grisáceos, gruesos, fuertes y estruendosos rayos que cayeron casi al mismo tiempo, sobre la tierra de la ciudad, escenario protagónico de este cuento.
Y los rayos no llegaron solos, venían como pegados o incrustados a ellos toda clase de calamidades, infortunios, desgracias, plagas y, lo peor de todo, odios, rencores y autoengaños complacientes para "las víctimas", nefastos para aquellos a quienes se les atribuía su creación y titularidad: ¡nada más ilógico e injusto! Esa fue la peor plaga que trajeron los rayos y las plagas modernas, como en otros tiempos lo haría "la Langosta" sobre los campos listos para la cosecha.
El resultado: miseria, hambrunas y guerras por la tierra y los alimentos. Lo que sería "ganancias de pescadores" en tiempos de cólera y desgracias.
Las familias infectadas con el virus de la envidia y el desamor, en estos tiempos, harían lo mismo: las mujeres, en lugar de unir, estaban condenadas a ser alfiles en sacrificio, sin el consentimiento de los reyes y reinas; los caballos y las torres abandonarían su condición de defensores y se volverían mezquinos al acecho de lo que fuera que hubiera o que aún viviera bajo techo.
Al rey y la reina, no les quedaba más que, petrificados, esperar un enroque o definitivamente, un: ¡Jaque mate!
Cuando las aguas vuelvan a sus causes y el hoyo abierto en el cielo, lo cierre el amor: padres, hijos y hermanos, se pedirán perdón: más unos hacia las otras que estas que no son piezas de cuidado... y, tal vez, solo tal vez, tampoco de mucho valor, por ser más bien, "mediocres", "perversas" y "manipuladoras": atributos asignados por "decreto masculino", a las féminas, sean madres, hijas o hermanas: Silencio, perdón y silencio, antes que matar con la verdad.
¡Lo siento!, no siempre es factible hacer cumplir nuestras propias palabras, no al cien por ciento, para decirlo "empíricamente".
El frío del verano
Carlos A. Ponzio de León
Se trataba de una fiesta organizada por la novia, con su propia familia: con los tíos que vivían a una hora de distancia, las hermanas, los sobrinos y los primos: deseaba presentarles a su novio. El primero que tenía de manera formal en diez años. ¿Se casaría con él? Era difícil saberlo en ese momento, apenas llevaban seis meses de noviazgo y la novia creía que, pasado el enamoramiento inicial de esos primeros seis meses, la relación podía acabar.
En el patio de la casa, la madre y la novia colocaron una lona, mesas y sillas. Del otro lado: el asador. Aunque la costumbre de las carnes asadas no era propia de Oaxaca, el novio había aprendido cosas nuevas durante sus últimos cinco años en Monterrey, entre ellas: asar carne; así es que él se encargaría de encender el carbón, marinar la carne y humearse frente al asador volteando los cortes. Ya se había enamorado del olor a res asada. Los tíos de Saltillo llegaron temprano y no se entremetieron en los deberes del novio, a pesar de lo que este último estaba batallando para encender los primeros carbones: había colocado un pedazo de algodón bañado en aceite comestible, rodeado por un pedazo de leña y varios carbones, formando una chimenea negra que se extendía veinte centímetros a lo alto. Luego roció con alcohol el preparativo y encendió un cerillo que lanzó al asador. El fuego encendió inmediatamente, pero a los pocos minutos comenzó a apagarse. El aire no corría y había algo más que el novio desconocía: el aceite estaba viejo y contaminado y había perdido las propiedades inflamables que retardaban su ignición. Fue entonces que llegó a la casa el tío Lorenzo.
La novia ya le había advertido al novio que se trataba del tío que siempre había que llevar en su propio auto, a su propia casa, por lo borracho que se ponía en las fiestas. Además, era el tipo de persona que se conducía por la vida con una frase: "quítense, que ahí les voy". Así es que cuando vio que el novio intentaba encender el fuego por segunda vez, le dijo a su sobrina: "pásame un pedazo de cartón". Con él en la mano, se dirigió al asador y le dijo al novio: "¿estás batallando?, déjame echarle aire", y comenzó a mover el cartón de izquierda a derecha y de regreso, rápidamente, una y otra vez, mientras el novio se movía a lo que sería su nuevo lugar a partir de ese momento: el sitio atrás del asador.
La carne estuvo lista rápidamente. Las mujeres traían hambre y no disfrutaban mucho de las esperas largas. Los cortes de carne estuvieron cocidos justo como los deseaban los comensales. Comieron con hambre y gustosos. Luego vino la música y la charla en derredor de la mesa. Las cubas libres, los jaiboles y las cervezas de sobre mesa. El cielo pardeaba lentamente, mientras el viento refrescaba con un soplo continuo que acariciaba suavemente la reunión. Las risotadas sobre el último viaje de la familia a las Vegas aparecieron, los recuerdos de las travesuras de los primos cuando colocaban botes de leche llenos de agua recargados en las puertas de las casas para cuando sus inquilinos abrieran las puertas. Los recuerdos de Víctor, el padre de la novia, quien había fallecido hacía treinta años, cuando ella era apenas una bebé.
Siempre hubo buena relación entre Víctor y sus cuñados. Compartían los sueños de tener una casa grande y quizás ver coronarse a los Tigres o Rayados como campeones del fútbol mexicano. Poco sabían sobre los problemas de agua que azotarían a la ciudad treinta años después, de lo viejas que se verían sus casas y de lo mucho que mejorarían los equipos locales.
Finalmente llegó la noche a la reunión y el calor del verano desapareció. Se vino un viento frío que pocas veces se había vivido en pleno agosto. "¿Podrías llevar a mi tío Lorenzo a su casa?, yo me voy en mi carro adelante de ti, te guío y luego te regreses conmigo", le dijo la novia al novio. Dos sobrinos subieron al hombre a su auto. El novio salió de El Obispado por Avenida Gonzalitos hasta llegar a Mitras Norte. Estacionó el auto.
Apareció la novia, quien abrió la puerta del copiloto. "Ya llegamos tío, te ayudo a bajar". "Hija, nadie te lo ha dicho, pero tu padre perdió la vida de una manera miserable y me duele mucho", le dijo el tío Lorenzo mientras intentaba salir del auto, mareado por el alcohol y a punto de caer sobre el cemento. "¿Qué quieres decir, tío?". "Tu padre perdió la vida por su propia mano. Con un balazo adentro de su carro".
El frío más extremoso del verano entró por el cuerpo de Susana y no habría de salir de él, en muchos años.