En la lectura continuada del Evangelio de Marcos, el domingo pasado veíamos el momento en que Jesús, después de la visita a su pueblo de Nazaret, «llamó a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos» (Mc 6,7). Es la explicación del nombre de «apóstoles» -enviados- que recibieron los Doce. El evangelista no nos dice a dónde fueron enviados ni el mensaje que tienen que transmitir ni el tiempo que duró este envío. Nos dice, sin embargo, lo único que Jesús consideró necesario: «Les dio poder sobre los espíritus inmundos», y las instrucciones que les dio sobre cómo comportarse en las casas donde entren, según que sean o no acogidos. Luego, Marcos resume el cumplimiento de ese envío en estos términos: «Yendose de allí, ellos predicaron que se convirtieran, expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban» (Mc 6,12). Este es el comienzo del «apostolado», actividad esencial a todos los discípulos de Cristo y a su Iglesia en su conjunto. Sabemos que, después de su resurrección, Jesús dio a este envío dimensión universal: «Vayan por todo el mundo y proclamen el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15). De esta manera la Iglesia, -el cristianismo en general- es la única expresión de fe que crece por «apostolado»; las otras crecen vegetativamente, es decir, por nacimiento.
Después del relato de ese primer envío, para dar al lector la idea del transcurso de un lapso de tiempo entre la partida y el regreso de los enviados, el evangelista intercala el episodio del martirio de Juan Bautista, ocurrido con anterioridad, como afirma Herodes Antipas, intentando identificar a Jesús: «Aquel Juan, a quien yo decapité, ése ha resucitado» (Mc 6,16). El relato del martirio de Juan concluye con su entierro: «Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura» (Mc 6,29). Juan ciertamente tenía discípulos, pero no «apóstoles». La frase siguiente cierra el paréntesis del martirio de Juan y vuelve al presente de la acción; es la frase que introduce el Evangelio de este Domingo XVI del tiempo ordinario.
«Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado». El evangelista ya puede llamarlos simplemente «apóstoles». Jesús tiene discípulos y éstos son «apóstoles», porque el ser apóstol es un rasgo constitutivo del discípulo de Cristo. Y si manda a sus discípulos a «proclamar el Evangelio» es porque Él establece una ecuación entre su Persona y el Evangelio, en el momento supremo, que es la entrega de la vida: «El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35).
Le contaron «lo que habían hecho y lo que habían enseñado». «Hacer y enseñar» es la actividad del apóstol. El apóstol es un imitador de Jesús, cuyo ministerio se describe en esos mismos términos, como lo hace Lucas refiriendose a su Evangelio: «El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó» (Hech 1,1). Así introduce Lucas el segundo tomo de su obra, porque en ésta escribe sobre lo que «hacen y enseñan» los apóstoles de Jesús, sobre todo, Pedro y Pablo. El libro debió recibir el nombre de «Hechos y enseñanzas de los Apóstoles». Con razón, el apóstol Pablo exhorta a todos los cristianos a ser apóstoles como él, diciendoles: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).
Con una breve frase el Evangelio de este domingo nos describe una gran actividad de los apóstoles: «Los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer». Pero el apóstol no es un «activista», porque el fruto de su trabajo no es resultado de su esfuerzo, sino de la gracia de Dios. Debe recordar que el fruto depende de ese poder que Jesús dio a los Doce en aquel primer envío. Por eso, cuando Jesús envía a todos sus discípulos al apostolado, agrega: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,20). Si se pierde la unión con Cristo cesa el apostolado y comienza la acción sin sentido ni fruto. Por eso, recibiendo a sus enviados, precisamente para moderar esa excesiva actividad, Jesús les dice: «Vengan ustedes mismos aparte, a un lugar solitario, y descansen un poco». Se trata del descanso del alma que solamente concede Jesús: «Vengan a mí... Yo les daré descanso. Aprendan de mi... y encontrarán descanso para sus almas» (cf. Mt 11,28.29). Se trata de lo que Dios mismo en el Antiguo Testamento llama «mi descanso» y cuya condición es «escuchar la voz del Señor». El Salmo 95, con el cual los judíos entraban al templo para entrar en el descanso del Señor lo dice: «Si escuchan hoy la voz del Señor, no endurezcan el corazón...», porque si lo hacen -lo jura el Señor- «no entrarán en mi descanso» (cf. Sal 95,7.8.11). Por eso, el domingo, el Día del Señor, es el día en que el apóstol, todo cristiano, debe entrar en el descanso de Dios, participando en la Cena del Señor y recibiendo su Cuerpo y su Sangre como alimento de vida eterna.
Decíamos que Jesús habla del «descanso de Dios», que sólo Él nos concede y, por eso, debemos recibirlo de Él y aprender de Él a ser «mansos y humildes de corazón» y así «escuchar la voz del Señor». Sólo una cosa puede prevalecer; esa única cosa es el amor, es decir, Dios mismo, porque, en efecto, «Dios es amor» (1Jn 4,8). Es lo que nos enseña el Evangelio de este domingo en la conducta de Jesús. Él se retiró con sus discípulos a un lugar solitario para «descansar un poco», porque «los que iban y venían eran muchos». Pero la multitud tampoco les permitió eso: «Fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos». El amor por todas esas personas llevó a Jesús a cambiar sus planes y a hacerlo de buena gana, lleno de cordialidad hacia ellos: «Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas». Con la misma buena gana y cordialidad con que estuvo dispuesto a dar la vida por esa multitud y por toda la humanidad, estuvo dispuesto a ser su «Buen Pastor» (cf. Jn 10,11), cuando los vio desorientados y perdidos, como ovejas sin pastor.
Jesús mira a la multitud hoy y ve a muchos que se enriquecen a expensas de otros, que lo hacen difundiendo la droga, fabricando instrumentos de muerte y destrucción, que «organizan» el crimen, que hacen «portonazos» y «turbazos» ... Los ve «como ovejas que no tienen pastor». Pero lo que más le duele es que no encuentra esos apóstoles a quienes pueda decir: «Mira cómo están... Aprende de mí, que siento compasión por ellos hasta entregar la vida... Pastorea mis ovejas» (cf. Jn 21,15.16.17). La crisis más grande de la Iglesia hoy es que carece de esos apóstoles y pastores.