Según el testimonio del narrador, la escena ocurrió durante la primera semana de junio de 1897, en un pequeño local londinense, cercano a Soho Square, llamado pomposa y premonitoriamente Restaurant du Vingtième Siècle. El joven escritor Max Beerbohm, autor de dos libros bien recibidos por la crítica, había deambulado toda la mañana sin rumbo y ya se le había hecho tarde para regresar a almorzar a su casa. Entró al local en busca de algún aperitivo, luego de acomodarse en una silla incómoda, divisó en un rincón a una figura conocida, pálida, vestida con capa y la cabeza calzada con un chambergo (como el que portaba el joven Diego Rivera en un famoso retrato de sus años parisinos). Era Enoch Soames, un misterioso y estrafalario escritor que había conocido en 1893 y cuyos libros (un galimatías llamado Negaciones y un extravagante poemario titulado Fungoides) había leído con extrañeza. Soames buscaba el cultivo de la forma sin ningún tipo de distingos: "La sustancia se me escapaba un poco. ¿Había sustancia?", se preguntaba Beerbohm al evocar sus registros de lectura. El trato personal con Soames lo desconcertó aún más: sus fuentes eran raras; su opinión de los poetas consagrados, desfavorable. Sólo apreciaba a Milton, a quien estudiaba devotamente en la sala de lectura del Museo Británico. Compartía con el bardo invidente la afición por el satanismo. Eran los días en que imperaba el decadentismo y ya Mallarmé había quemado el puente que unía el mensaje (o la idea) con el lenguaje poético. Tiempos propicios para la experimentación, sin embargo, la obra de Soames no sólo había sido rechazada sino marginada.
Luego de reconocer al escritor, Beerbohn se dio cuenta de que no estaba sólo, un sujeto de aspecto mefistofélico estaba en la mesa contigua. Se acercó y tras establecer un accidentado diálogo, Soames manifestó a grito abierto su deseo: no sólo quería pasar a la posteridad, sino cerciorarse de ello: viajar 100 años al futuro y consultar la sala de lectura del Museo Británico, para tomar nota de las infinitas ediciones de sus obras, de las tesis dedicadas a sus creaciones: "Por eso me vendería al diablo, cuerpo y alma". En ese instante el vecino lo interrumpió, y para confirmar nuestras sospechas, se presentó como el Diablo. Como buen notario, el príncipe de las tinieblas redactó en un santiamén el contrato: viajarían durante 5 horas a 1997: si Soames comprobaba su notoriedad regresaría y quedaría libre; si no, volvería para cumplir su condena. Beerbohn no había acabado de comprender lo que pasaba cuando, en un parpadeo, se había quedado solo. Decidió esperar las 5 horas. El desenlace era previsible: no había rastros de Enoch en el porvenir de las letras inglesas, salvo una mención como personaje de un cuento de Max Beerbohn: justo el texto que estoy describiendo aquí. El relato pertenece al libro Seven Men, publicado por Beerbohn en 1919, y comienza con la referencia a un estudio verídico del periodista y bibliófilo Holbrook Jackson en donde enumera a todos los literatos británicos del fin de siglo (omitiendo, por supuesto, a Soames), para continuar luego con la recreación de una charla con el pintor William Rothenstein, también un sujeto de carne y hueso, como él mismo: Beerbohn es el personaje-narrador del texto.
Este cuento trasciende la historia que relata. Y, desde luego, es algo más que una muestra del género fantástico. Representa una de las primeras creaciones que hace de la literatura un tema literario, y también es precursor en el uso del recurso de la metaficción y antecedente de la hoy llamada autoficción. No fue casualidad, entonces, que Borges lo incluyera en la famosa Antología de la literatura fantástica, realizada al alimón con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en 1940. Enoch Soames encarna el deseo de la creación, pero confirma también las limitaciones de la autopercepción. La literatura (como el resto de las manifestaciones artísticas) se concreta (y se confirma) en los otros.