Semblante triste.
Carlos A. Ponzio de León
Del espejo retrovisor colgaba un collar con figuras de huesos y cráneos en concha pulida. La guantera llevaba pegada una estampa con la imagen de una mujer desnuda en un calabozo, rodeada por llamas de fuego, con grilletes en las muñecas, de donde salían dos cadenas rotas. En las bocinas del auto podía escucharse "Santería" de Lola Índigo. Seis cuadras más adelante estaba la dirección a donde Humberto se dirigía para recoger pasaje. La aplicación del Waze, abierta en su teléfono celular, estimaba que llegaría en dos minutos. A Humberto le entretenía imaginar a quién recogería. Esta vez: se trataría de un arquitecto. Cuando estuvo cerca del edificio de dos pisos, color naranja oscuro, donde lo esperaban, notó que el lugar era una fábrica de cajas de madera, según podía leerse en el anuncio luminoso al frente del edificio. Y el sujeto que lo esperaba con el celular en la mano parecía más bien un vendedor, con el portafolios entre las piernas.
Humberto apagó la radio, orilló el auto y escuchó cuando el hombre intentaba abrir la puerta trasera, sin éxito. Quitó el candado a las puertas. "Buenas tardes, ¿servicio para Ricardo?". "¡Correcto!". "¿Sigo la ruta de la aplicación?". "¡Por favor!". Humberto colocó su pie sobre el acelerador e inició el viaje. Avanzó dos cuadras y observó a su pasajero por el retrovisor, mientras aquel leía algo en su celular. "¿Es usted arquitecto?". El hombre, atrás, se quedó pensando si había entendido bien la pregunta. Luego de unos segundos, dijo: "¡No!, ¿le parezco?" "Para ser franco, usted se ve como que vende cosas". "¡No!, tampoco". Humberto se quedó en silencio, preguntándose si había hecho enojar a su cliente, quien, luego de observar con calma el collar que colgaba del espejo retrovisor, giró su cabeza para mirar hacia afuera por su ventana: suspiró y bajó el cristal para sentir el aire golpeándole el rostro.
En el asiento de conductor, Humberto reflexionaba sobre el poder mágico que tenían los santeros para adivinar las cosas, incluso aquellas que a la gente se le escondían sobre sí misma, ya fuera por ignorancia o por cobardía. Pero, él definitivamente no había sido dotado con esa gracia para leer lo ilegible. Por lo que nada lo detenía de reírse cada vez que erraba en sus juegos adivinatorios.
Veinte minutos más tarde, apareció en la aplicación una nueva solicitud de viaje por ciento ochenta pesos. Dos cuadras adelante, el viajero descendió en su destino y Humberto continuó hacia la nueva dirección, donde pensó que lo esperaría la conductora de algún programa de radio.
Pero cuando llegó al lugar, encontró ahí a una pareja. Él llevaba traje oscuro. Se le podían calcular unos cuarenta y cinco años, como veinte más que a ella, quien vestía un coordinado de oficina: falda y saco verde sobre blusa blanca. "Estos me van a pedir que los lleve a un motel. Deben ser de esos vagos que se escapan a la hora de la comida para ir a revolcarse en la cama". El hombre en la banqueta miró su celular y confirmó que el auto que se acercaba era el taxi que esperaban. Ella llevaba los labios pintados de un rojo intenso, como clamor apasionado de unos violines sonando en la cuerda más alta. Él tomó de la cintura a la mujer y la condujo hasta la puerta del auto. Intentó abrir, pero sin éxito. Humberto quitó la llave de las puertas.
Primero subió ella, adelantando su pierna derecha, que lucía unas medias de encaje transparente. Su cuello desprendía el aroma de un perfume con tonos dulces y azulados. Cuando la joven estuvo acomodada en el asiento trasero, el caballero cerró la puerta y cruzó por atrás del carro para subir del otro lado. Una vez que los dos estuvieron acomodados, Humberto preguntó: "¿Servicio para Raúl?". "Así es". Humberto presionó el botón de arranque para comenzar el viaje en el celular y esperó a que el mapa le indicara el camino. "¿Sigo el trayecto de la aplicación?". "Por favor". Humberto colocó su pierna sobre el acelerador y comenzó el trayecto. "¿A Insurgentes Sur, 807?". "Correcto". Por el retrovisor, Humberto alcanzó a ver que el hombre le daba un beso en la mejilla a la mujer.
El auto siguió por Avenida Coyoacán mientras Humberto hacía un esfuerzo por recordar qué hotel se encontraba en esos rumbos. Volvió a mirar por el retrovisor y vio, ahora, cómo ella se acurrucaba entre los brazos del hombre. La memoria de Humberto hizo "click".
"¡Al hotel Beverly!, ¿verdad?", dijo Humberto. "No, a la funeraria Gayosso, de la Nápoles", respondió el hombre, mientras se ponía triste su semblante.
Tacones de aguja
Olga de León G.
Los sueños mientras dormimos, suelen ser muy interesantes y a veces hasta maravillosos, por la dosis de credibilidad que les damos, o tienen en su propia naturaleza temática: según las vivencias que hayamos tenido en el día a día.
Este que empiezo a contar es un sueño que no soñé, pero sí lo viví.
Habíamos pasado una mala noche, dormimos con demasiadas interrupciones. A las cuatro con cincuenta minutos de la madrugada, salí de la recámara con un montón de sábanas, dos pijamas y sus playeras y tras abrir la puerta de la cocina, me hallé en el cuarto de lavado: nada más había qué pensar: boté la ropa dentro de la lavadora, coloqué los líquidos en sus casillas, seleccioné el ciclo y eché a andar la máquina para luego repetir el ciclo en hora y media más.
Reprogramé la alarma y subí a la cama esperando poder dormir... rogando, prácticamente a todos los Santos y a Dios Padre, que nada más interrumpiera mi sueño: ilusión fallida. Cincuenta minutos más tarde, me levanté para alistarnos: debíamos salir en dos horas y media.
Toda una hazaña que mi amado esposo se levante quiera bañarse o no; ya no peleo... total, solo en su cabello indomable al cepillo, podría alguien notar que no se bañó: no huele mal, ni suda de noche; dejo el clima encendido en "sueño tranquilo".
Llamé al Didi, llegó en dos minutos. Con la sillita andador afuera, la carpeta con los papeles y él, mi silente protagonista de esta y otras historias, esperándome para apoyarse en mi hombro y caminar hasta el auto. Él subió en el asiento del copiloto; yo me acomodé atrás y suspiré tratando de calmarme -salimos treinta minutos más tarde de lo que deseaba.
Llegamos. Caminamos un gran trecho, hasta Urología: teníamos cita a las 11:40 a.m. y eran las 11: 25 a.m. Mi marido se acomodó en una de las sillas de la sala de espera, yo me dirigí al módulo de las asistentes e hice fila.
- ¿Viene a cita?
- Sí, y por...
- La inyección.
- Así es, hoy le toca.
Ya conocía el procedimiento y sabía que no saldríamos antes de dos horas.
Finalmente nombraron a mi esposo. Él, toda educación, se apresuró lo que pudo y una vez adentro, saludó amablemente al médico... Al preguntarle este que cómo estaba, dijo: -muy bien, médico, y usted, ¿cómo ha estado?...
Acto seguido, intervine:
- ¿Puedo referirle la situación del último mes?
- Por favor, señora.
Hablé de lo que nos habían dicho otros especialistas, de los cambios en algunos medicamentos. Me contestó con mucha precaución en lo que decía y con profesionalismo... Respondió a mis dudas. Entonces le hablé de nuestro interés en consultar con otros médicos fuera de su Institución, le pareció perfecto y, entonces, le dije todo lo que me pedía el especialista que obtuviera de ellos: estudios realizados con sus resultados y evidencias.
El médico, personalmente, buscó algunos documentos y me dijo a dónde debía ir para conseguir el resto, anticipándose que quizás ya no lo tendrían por el tiempo transcurrido. Nos dirigimos a donde le pondrían la inyección a mi marido: le dolió menos que otras veces, pero de inmediato se sintió muy débil, "mucho", me dijo. Le pregunté si aguantaría caminar con su andador hasta el fondo, de regreso, y me dijo que sí: es un hombre que no pierde su hombría; es muy valiente y aguantador.
Lo dejé sentado en la única banca cerca de los elevadores y le pedí que por ningún motivo se moviera de allí. Después de preguntar y volver a preguntar, di con Patología, en el Sótano 1. Estaba a punto de entrar en el cuarto, cuando un señor, creo que camillero, me dijo:
- ¿A dónde va, señora?
- A Patología
-Sí aquí es... pero para cadáveres... usted debe buscar el departamento que está en el primer piso.
Mientras él me explicaba, yo levanté mi mirada y leí: "Cadáveres"; volví la mirada y vi una fila de camillas con bultos cubiertos con una sábana. Casi me desmayo, pero como nunca lo he hecho, no me desmayé. Muy amablemente, el hombre me dirigió a la salida para decirme por dónde seguir hasta los elevadores. Me explicó cómo llegar a Patología. Me encontraría con un pasillo lleno de camas de hospital nuevas, apiladas de lado, que no dejaba confusión, lo difícil era saber si voltear a la izquierda o la derecha. En fin, di con "Patología".
Entré y un señor me dijo que no tardaba, luego de escucharme. Me quedé sentada. En otro escritorio, una guapa mujer, alta y esbelta, de cabellera larga y como treinta y tantos años, se levantaba sobre sus tacones de doce centímetros...
Pensé que no llegaba a los cuarenta. Mi sorpresa fue mayor cuando me dijo, con una gran sonrisa, que tenía cincuenta y dos. Por tanto, el consejo que pensaba darle sobre el uso de esos zapatos tan altos ya era innecesario: el daño a su espalda estaba hecho, o bien nunca aparecería.