En mi corazón, tus sueños

Lo natural es que tengas una vida propia, sin culpa; son, ¡elecciones de vida!

En los sueños suyos, de usted

Carlos A. Ponzio de León

      

      Oh, Dios, ¡cómo odiaba que la gente caminara sobre él, atropellándolo de entrada y salida! Por unos momentos, en el umbral de la puerta de cristal del centro comercial, se sentía con el poder del color púrpura sobre las pupilas humanas, hasta que se estrellaba contra su realidad y las botas de plástico de los compañeros de trabajo, que se seguían de frente ignorándolo, pasando de largo, sin realizar el alto obligatorio frente al termómetro para medirse la temperatura. “Ya me la tomé en la mañana”, le decían los pocos que se molestaban en darle una explicación. El resto continuaba con la mirada puesta en su propio camino, y no en la señal de Ramiro que les pedía sostener las palmas de las manos boca arriba para recibir un poco de gel antibacterial, y para que luego colocaran la frente a unos centímetros de distancia respecto a la cámara térmica y así determinar la ausencia de fiebre: una temperatura menor a los 37.5 grados centígrados.

      Ramiro veía que los trabajadores no empleaban el equipo de protección personal correctamente, como antes: ahora andaban con los cubrebocas en la barbilla o sobre el cabello, como sombrerito de Cantinflas, y eso, lo sabía él, podía poner en riesgo a las personas de alta vulnerabilidad: mayores de 60 años, mujeres embarazadas, discapacitados y aquellos con enfermedades crónicas. ¿Qué hubiera hecho si hubiera tenido que ocupar un puesto de mayor responsabilidad o liderazgo? Fracasar, con toda certeza, se repetía diariamente. Y así como a veces eso le entristecía, de pronto lo aliviaba pues se sentía librado de una vida más estresada. “Yo les digo, pero no me hacen caso”, tendría siempre como respuesta preparada por si un día, el administrador le llamaba la atención por la falta de rigurosidad en el procedimiento de acceso.

      Pero, ahora que su esposa se había embarazado: ¿No necesitaría, Ramiro un aumento de sueldo? ¿Un puesto de mayor envergadura? ¿Cómo iba a demostrar sus capacidades al supervisor de la empresa para que le diera un arma y lo empleara resguardando el traslado de valores de algún negocio al banco y del banco al cajero automático?

      La verdad es que aquí ya no sé para dónde ir. Tengo un personaje que quiere algo en la vida: ascender de puesto, y enfrenta una barrera que se lo impide. No he hablado mucho de ella. Tal vez sea psicológica, o quizás un entrenamiento profesional deficiente: lo que no es su culpa. Dios sabrá. Lo importante, querido lector, es que ya me encuentro imitando un poco el estilo de algunos de los cuentos de mi Madre. Momento para continuar:

      “Hora de descansar, Ramiro”, me dijo el supervisor cuando llegó a la puerta del centro comercial con mi refuerzo. Le agradecí a mi superior y le deseé buena suerte al nuevo elemento o miembro del equipo. Tomé mis cosas, cambié mi uniforme en los vestidores y me fui a la parada del microbús en Avenida Coyoacán, pensando o imaginando la manera o treta con que jugarle a la vida en esta situación. Me senté en la solitaria banca de las once de la noche, mirando al piso, cuando vi caminar una hormiguita que, frente a mi bota se detuvo, giró su cabecita arriba y me dijo: “¡Ánimo, Ramiro tú puedes!”

      Sobre el cielo noté un elefante rosa volando y, junto a mi banca, un hipopótamo recostado al que mi hormiguita y el resto de sus amiguitas se trepaban como enajenadas. Eran tantas -variadas en formas y colores-, que el hipopótamo comenzó a despertar. Abrió su ojo derecho y descubrió que estaba siendo invadido. Con la rapidez de los hipopótamos, se levantó y comenzó a sacudirse a las chicatanas de encima, las cuales, pobres animalitos, salieron volando por todos lados, sin alas. ¡Ellas solo querían darle un masajito al hipopótamo en su piel gruesa y reseca! Así es que cuando noté que al hipopótamo le quedaba solo una hormiguita al cuello, me levanté de la banca y volví mi mirada al cielo. Desde arriba, el elefante rosa gritó: ¡Ahórcalo, hormiguita!

      En ese momento, desperté de mi sueño. Mi mujer todavía estaba ahí, en el petate a mi costado, con su pansa enorme, como si se hubiera tragado al hipopótamo. “¡Ándale vieja, despiértate!”, le dijo Ramiro a su mujer, “¡Explícame qué significa esto que he soñado! Y ella, que era rebuena para la adivinación de las quimeras, le expuso lo que entendía.

      Ramiro arribó a su trabajo treinta minutos antes de lo normal y pidió a la secretaria que lo dejara hablar con el administrador. Ella levantó el auricular y le informó al superior. 

      Y hasta ahí, querido lector, le dejo la tarea de decirme de qué habló Ramiro al supervisor… y si le dieron el ascenso o no, y cómo reaccionó nuestro personaje. Mientras tanto, el elefante y la hormiguita estarán al pendiente de lo sucedido… en los sueños suyos.

Aliocha regresa a casa

Olga de León G.

- ¡Hijo!, hijo mío!, has regresado. La madre sonreía enseñando sus dientes “molencos”, hasta el colmillo chueco y a punto de caérsele, el único que le quedaba. Contuvo las lágrimas, se lo había propuesto desde el mismo día en que Aliocha salió de casa, un domingo por la mañana, cuando ella aún tenía casi todos sus dientes, sabía que al hijo ni le enternecían las lágrimas de una mujer ni le gustaba estar con quien con frecuencia lloraba: ¿se habrá ido por eso, por ella? Siempre tuvo ese pensamiento, clavado en medio de sus delgadas y escasas cejas.

El hombre aún joven, si bien más adulto que joven, corrió a los brazos de la madre escondiendo su rostro entre el hombro y cuello de ella. Era como si no quisiera hablar, solo que lo dejara estarse quieto allí; luego, haría lo mismo con su padre.

Sí, había regresado para pasar el Navidad y Fin de año con los viejos. Supo que su padre estaba enfermo, pero nunca imaginó qué tan serio y pesado era su sufrimiento… y el de su madre, quien, a pesar de la edad y los achaques propios, estaba entregada en cuerpo y alma, de día y de noche, a atender al compañero de vida y padre de sus hijos.

Aliocha se fue porque debía hacer su propia vida, seguir sus estudios, siempre persiguió mejores niveles de conocimiento, lo cual los padres le alentaban: “Es la ley de la vida, que los hijos superen a sus padres”, solían decirle uno y la otra, en distintos momentos y por separado. 

Pero, en el fondo de su corazón y mente, aunque nunca antes se los confesó, él se fue porque: “no soportaba la toxicidad que vive en esta casa; todo el día cuando están juntos se la pasan gritándose, o discutiendo, o…” Y hoy, para su sorpresa, treinta años después, aquí siguen, juntos… ¡Increíble!, para el hijo que salió huyendo.

Un día, a la madre que lo extrañaba, pero respetó siempre su deseo de vivir lejos, mientras preparaba la comida, meneando el guiso dentro de la cazuela, la asaltó una idea cruel para ella, hasta masoquista: “- ¿Habré predestinado el carácter y vida de mi hijo bautizándolo con el nombre del menor de la familia Karamazov, en la novela de Dostoievski? Desde entonces, la idea de la culpa no la abandonó.

Por fin, Aliocha se soltó del abrazo, que era él quien lo mantuvo por unos minutos, quizás hasta cuatro, como si quisiera recuperar así, los años de ausencia…  Y, enseguida preguntó, ¿está papá adentro, en la recámara, estará dormido? Hablaba caminando ya por la escalinata que lo llevaría al recibidor y el resto de la casa… Se olvidó de su madre, de ayudarla a subir. Iba ansioso de estar con él, con su padre, y de abrazarlo y ahora, hasta darle uno o dos besos en las mejillas sería capaz de soltar: el corazón en su pecho galopaba como caballo brioso en carrera de campeonato que iba por el primer lugar.

El cuadro que vio desde el marco de la puerta abierta, lo detuvo, su corazón por un momento paró, la sangra se le heló. El viejo de barba blanca crecida, boca abierta, brazos y piernas flacos que se adivinaban bajo el piyama, el ceño fruncido y la piel del rostro un tanto amarillenta, casi le provocan un infarto a Aliocha. Ningún otro día se sintió tan grande y tan pequeño a la vez. Dicen las gentes que saben de la vida y sus sufrimientos: que más enseña el dolor que cualquier ciencia, arte, libro o experiencia.

El hijo no pudo quedarse. Tenía que trabajar, solo así podía ayudarlos a ellos. Los gritos ya no existían… Pero, para Aliocha era lo mismo… él necesitaba mantener viva su excusa, para irse sin culpa. Volvería, ya no tardaría años. La madre pensó: En mi corazón tus sueños siempre serán aliento de vida… Y, calladamente, escribió:

-Lo natural es que tengas una vida propia, sin culpa; son, ¡elecciones de vida!