El trapecio desbocado

Recibir y enviar cartas, en los años de la década de mil novecientos sesenta, era lo común y corriente en la comunicación a distancia

La carta de mi exsuegra

Carlos A. Ponzio de León

En mi cartera guardaba la fotocopia de una carta. Me la había enviado mi exsuegra cuando su hija y yo ya nos habíamos separado. Ya lo he dicho; mi exsuegra solía decir que yo era su yerno favorito. La carta la escribió como respuesta a un envío que le hice.

Seis años atrás, yo había escrito una Memoria, entre 2011 y 2013, apenas recién me había divorciado. No es que se me hubiese ocurrido escribirla, sino que ese texto se convirtió en una necesidad: la única manera en que podía detener mi llanto. Lo he contado muchas veces y aquí va de nuevo. En 2011, regresé de un viaje a Monterrey de un mes. Nuestra relación estaba en crisis. Tuve un romance de primavera en aquel tiempo y eso terminó por concluir las cosas. Para cuando regresé a la Ciudad de México, Delaira estaba completando su mudanza. Dejaba el departamento. Ya no pude no decirle que la amaba. Se fue. 

Yo me mudé a vivir con un músico octogenario. Pero la música no era mi escape. La música se volvió el limón y la sal sobre la herida. Lo que me curaba era escribir anécdotas que había vivido con Delaira. Eso me sanaba y detenía el llanto. Completé quinientas cuartillas narrando mi relación con ella. Tardé veinte meses en completar el borrador y corregirlo. Yo soñaba que vendería ese libro en un millón de pesos. Digamos, lo que gané en mi primer trabajo como economista en un año, sueldo que con el que ya no contaba. Estoy hablando de pesos mexicanos de 2005.

Terminé el manuscrito y contacté a Delaira. Le dije que iba a publicarlo; por si lo quería leer. A ella le gustaba escribir. Nos conocimos en Boston, allá por 1999, cuando ella estudiaba escritura creativa en la Escuela de Extensión de Harvard. Y la Memoria era un género que disfrutaba leyendo, según constaté en los casi diez años que vivimos juntos, algunos de ellos en matrimonio. En el fondo, escribí aquella Memoria creyendo que con ella la recuperaría. (Las cosas con las que nos engaña Dios). Pero en realidad, no era más que un testimonio de nuestra relación y de lo que yo había sufrido al separarnos. A alguien en El Vaticano le serviría más es testimonio.

El punto es que leyó la Memoria y no me sugirió que volviéramos. ¿Estaba yo esperando que me lo pidiera? Estaba atento a alguna reacción y no la percibí. Decidí no enseñarle el texto con la parte de mi agonía al final de nuestra historia. Guardé el manuscrito en una caja: seis años, hasta que un colega en el trabajo se enteró de que yo tomaba Risperidona como medicamento. Él era doctor, médico. Le expliqué de mis eventos psicóticos. Y sobre la Memoria en la que escribía sobre ellos. Entonces me invitó a comer con otro graduado de Harvard, de la carrera de física, que sufría de no sé qué padecimiento. Entre los dos me animaron a publicar la Memoria.

Lo hice en 2019. Se vendieron veinte copias. No pasó nada, como nunca suele pasar nada en la vida de alguien que publica una novela. Uno a veces se ilusiona con que nuestro mundo va a cambiar como resultado del acto literario, pero no pasa nada; absolutamente nada. Mandé imprimir seis o siete copias para mí, para obsequiarlas.

Y otro día, platicando con otro amigo, mi jefe Miguelón, le comenté que tenía una copia y pensaba regalársela a mi exsuegra. Le dije que siempre había llevado una buena relación con ella. "Sí, regálasela", me dijo. Yo tenía todavía un ligero recuerdo de su dirección en mi memoria y con ayuda de Google Maps, pude confirmarla. Le envié el libro por paquetería y con dedicatoria.

Por eso me escribió aquella carta que, durante años, llevé en mi cartera en forma de fotocopia. Me deseaba lo mejor en la vida. Y me agradecía que le hubiese enviado mi libro. Me dijo que me escribiría cuando terminara de leerlo. Pero nunca más me escribió. No supe si algo hubo en el texto que no le gustó, o simplemente de tristeza nunca terminó de leerlo. Pero yo guardé mucho tiempo su carta en mi cartera, hasta que le di paz y la archivé. Era un simple pedazo de fotocopia de un texto escrito en computadora, aunque ya no recuerdo si con la firma autógrafa.

Alguien se interesó por el manuscrito de mi Memoria. Hay una canción famosa sobre él, que anda por ahí. Me lo robaron hace años y alguien pagó treinta millones de euros por El Manuscrito, aunque ese dinero no fue para mí. Espero que a Delaira le sirva y haya entendido tanta angustia que viví.

Una carta del pasado

Olga de León G.

Recibir y enviar cartas, en los años de la década de mil novecientos sesenta, era lo común y corriente en la comunicación a distancia, pues si se prefería hablar por teléfono, particularmente al extranjero, debía tenerse en cuenta que sería un verdadero lujo, ya que resultaba muy costoso. Por eso, el telégrafo jugó un papel preponderante, cuando la comunicación era breve y más o menos urgente.

Más tarde, cuarenta años después, la cibernética se desarrolló rápidamente y la comunicación por medio de la telefonía móvil acercó a la gente, a los países, y al mundo en general, abaratando el costo.

Hoy, cualquier persona, incluso un niño de cinco o seis años, con acceso a un celular, puede entrar en contacto con sus abuelitos, primos o amiguitos, aunque vivan del otro lado de las rocallosas, o del océano.

Las cartas empezaron a escasear y lo peor de todo ha sido que perdieron su encanto: la zozobra de su espera, el misterio de cuándo, él o ella, la recibirá; así como la emoción de esperar por una respuesta...

No obstante, existen especímenes un tanto extraños que continúan escribiendo cartas, cartas significativas, al menos, para ellos, sus redactores. Que si bien no las envían a un particular, si las escriben para sí mismos y, a veces, suelen publicarlas en algún rotativo o periódico, nacional o local.

Tal es el caso de esta carta que encontré por casualidad o mero azahar del destino, que me la puso ahí, para que yo la viera, o mejor dicho, la volviera a ver. Y, a la letra, decía así (muy a la usanza del siglo pasado): 

"Mi muy querida y estimada amiga: 

Espero que cuando vuelvas a estas letras, los años transcurridos no hayan dañado tu entusiasmo, ni tus ganas de comerte al mundo, aunque sea en partes pequeñas; ni que hayas perdido el rumbo que siempre quisiste seguir, el de la libertad, la autodeterminación, la justicia y la verdad, por dondequiera que hayas decidido caminar. En otras palabras, que el espíritu de la juventud siga alentando tu brújula y guíes con él tu destino (...) Ojalá mi nombre suene suave o grave en el mundo, al menos en mi pequeño mundo; y, ¡ojalá!, sea respetado mínimo por los míos: hermanos e hijos.". ¿Seré abogada, filósofa, traductora, escritora...? Qué seré, qué carrera habré de concluir... No lo sé. Me interesan tantos conocimientos, mas no sé en cuál o cuáles tengo mejores y más posibilidades. ¿Si escribo, publicaré o solo escribiré para mí? Me gustaría viajar al espacio, ser astrónoma, mas no he elegido ese rumbo". Y sigue...

"¿Qué saben los jóvenes de la vida? ¿Qué sabemos de ella, ahora, los viejos? Muy poco, pero algo es seguro, si somos sensatos, seguiremos aprendiendo, quizás podamos volver al pasado a través de nuestras cartas de juventud, y confirmar, sin rencores ni aspavientos contra la vida, dios, el destino o nosotros mismos, que todo ha sido como debió ser o como tenía que ser, nos guste o no. Y, más vale que sí nos guste, de forma contraria, nos convertiremos en unos tristes y despreciables amargados".

Algo llamó mi atención de esa carta, en ningún renglón hablé del amor, del enamoramiento, el matrimonio o la vida con una pareja, o de los hijos que desearía tener. Acaso, ¿no sería eso mi prioridad, entonces? Pues sí, no lo era. Mi prioridad era estudiar una carrera y seguir con algún posgrado, en el extranjero, ¡claro! Y, en este punto tengo que reconocer que el destino nos jugó rudo a mi madre y sus seis hijos: la muerte nos arrebató a nuestro padre, cuando la mayor (yo) contaba con veintiún años, y el menor, apenas si once.

Cest´ la vie. Y, sin embargo, el mundo se siguió y sigue moviéndose bajo mis pies. Todo fue como tuvo que ser, para mí y mis hermanos y mi pobre y enferma madrecita santa. La carta la conservo como testimonio de la que fui y sigo siendo... A pesar de los pesares, me parece que esta familia hizo más de lo que podían esperar muchos. 

Gracias a la vida. Gracias al traicionero destino. Gracias al mundo ingrato y cruel. Gracias a la gente buena que siempre es más que la mala. Gracias a mis padres por la vida, su amor y la educación que nos dieron, en su corto tiempo con nosotros. Gracias al mundo imperfecto y en formación constante.

No soy la que fui; pero sigo intentando ser. a cada paso que doy.