El rinoceronte enjaulado

Una piedra rodante no recoge musgo

Carlos A. Ponzio de León

Siempre era un ir y venir, para volver a partir y volver a llegar, y entonces partir nuevamente: historia sin fin. Jaime llegaba al nuevo departamento, se instalaba, vivía como soltero algunos meses, conseguía una novia y con ella, adquiría nuevas amistades. Llegaba el enamoramiento, los meses de mariposas en el estómago, los nuevos planes... hasta que de pronto había que deshacerse de todo lo construido, porque llegaba el anuncio de su partida, las lágrimas inconsolables, las despedidas sin fin y los recuerdos guardados en fotografías, boletos de entrada al cine, tiquetes de cuentas en cafés, etiquetas de botellas de vino. Un sinnúmero de souvenirs que Jaime guardaba en una caja. No echaba raíces en ningún lado, ni gastaba el tiempo suficiente para cosechar enemistades. Era una piedra rodante que no recogía musgo.

Hasta que un día se cansó. Cumplió cuarenta años y decidió dejar ese trabajo que no le permitía residir durante largo tiempo en ningún lado. Fue y se metió a una Iglesia a rezar. A los dos meses llegó una invitación al nuevo empleo en su ciudad natal. La aceptó. Comenzó a contactar a sus amigos de infancia, a los de adolescencia, a sus antiguos compañeros de universidad y se encontró con la realidad: casi ninguno estaba disponible. Vivían absorbidos por los trabajos y sus familias. Algunos tenían, ya, hijos adolescentes. Estaban hechos para rutinas de las que nunca salían. Pasó un año buscando encontrarse con los viejos conocidos y fracasó rotundamente. Ni una sola reunión pudo concretarse.

Decidió buscar aplicaciones de citas de celular: las que prometían al interesado encontrar una pareja de élite, las que permitían cenar con desconocidos nuevos cada dos semanas, las de anuncios con modelos bellísimas que nunca le decían que sí a sus propuestas de encuentro y finalmente, una que conectaba con extranjeros viviendo en la ciudad natal: citas para las que debía hablar inglés si deseaba tener encuentros satisfactorios con gente nueva.

Muy pronto descubrió que siempre eran los mismos solitarios los que asistían a las reuniones. ¿Había alguna razón por la cual eran siempre las mismas personas las que estaban disponibles para los encuentros, (extranjeros que eran eternos solitarios en la ciudad natal de Jaime)? Todo parecía indicar que sí. Formaron un grupo de amigos constante, uno que cada fin de semana se juntaba: algunas veces para desayunar, otras para comer o a veces para ir a tomar un trago a un bar. Pero siempre eran las mismas almas solitarias incapaces de hacer amistades fuera de ese grupo.

Solteros, sin hijos, ni divorcios, pero que soñaban un día encontrar a su alma gemela, a la media naranja. No tenían con quién reportarse, a quién enviarle un mensaje diciendo: "ya voy para allá, no tardo", o cuando se alistaban para salir, un: "apúrate porque vamos a llegar tarde", o un: "ahorita vengo, voy a la tienda", o alguna excusa para decirle a los amigos: "este fin de semana no iré a la reunión porque voy con mi esposa a una cena familiar". Estaban solos, los solitarios.

Y un día, acordaron reunirse en un restaurante italiano. ¿Pasta?, se preguntó Jaime. De ningún modo. Asistió y ordenó carpaccio de res. La chica nueva que se encontraba ahí, esa noche, ordenó carpaccio de salmón. A Jaime le llamó la atención. Había algo atractivo en ella. Era una educadora que trabajaba en labores administrativas, en línea, para una universidad española, del otro lado del Atlántico. Les recordaba a los padres de familia de los pagos mensuales de colegiatura. Pero acá, en México, se estaba entrenando para ser comediante de stand up. Justo preparaba una intervención de cinco minutos para un bar con micrófono abierto.

Jaime ordenó agua mineral. Ella también. ¿Coincidencia? "Me gustaría encontrar la gloria", dijo Jaime en una de sus intervenciones, a propósito de objetivos de vida. "A mí también", replicó ella. Entonces, alguien más dijo: "A mí me gustaría morir trabajando", a lo que Jaime respondió: "A mí me gustaría trabajar toda la vida, pero nunca morir". "A mí también", dijo ella.

Para Jaime, eran muchas las coincidencias. Cuando estuvo cansado de la plática, ordenó su cuenta. El mesero trajo el total para el grupo. Hicieron cálculos. Cuando vio que ella se levantó de su lugar para despedirse, Jaime también se levantó de su asiento y se le acercó para decirle: "Me gustaría invitarte a tomar un café o un té". Ella, nerviosa, dijo que estaba bien y le pidió su teléfono. Ella le enviaría un mensaje. Jaime tenía la corazonada de que eso no ocurriría. Y efectivamente, se quedó esperando. Ella nunca más volvió a asistir a una de esas reuniones. "En fin", dijo Jaime, "no soy más que una simple piedra rodante".

Historias sin parangón

Olga de León G.

Llegado el momento, volvería a su vida anterior. Lo sabía, aunque no entendía por qué tenía que ser así; su vida anterior no era lo que ella más amaba o deseaba conservar, sino solo a su familia, ellos eran quienes le importaban y por quienes trabajaba: su madre, su esposo y sus dos hijos. 

Luisa viajaba desde niña con su familia de origen. El trabajo de su padre lo llevaba a asentarse en diferentes ciudades por un tiempo más o menos largo, pero nunca tanto que pudieran echar raíces en él y quedarse por lo menos cinco o más años. Cierto día, cuando Luisa contaba ya con veinte años y dentro de dos años terminaría su carrera universitaria, su padre convocó a la madre y el único hermano de Luisa, dos años menor que ella, pero ya mayor de edad, para explicarles la nueva situación.

Lo habían ascendido en su trabajo y ahora, por lo menos durante siete años, no tendrían que moverse de la ciudad en la que vivían. Esa noticia hizo feliz a Luisa, tanto como a su madre; a su hermano no le importaba estar cambiándose de ciudad, estado o incluso de país, como a veces sucedía, así que le dio igual saber tal cosa. 

Raúl era apático a casi todo, tal vez, también a su familia. Quizás desarrolló ese sentimiento como una autodefensa ante lo desconocido que le era, sin embargo, más familiar que cualquier otra cosa: "hoy aquí; mañana en otra parte", solía repetirse con cierta frecuencia, cuando su madre le avisaba que reuniera todo lo que quisiera llevarse y dejara lo que ya no le interesara conservar.

A los veinte años, los que ahora tenía el joven, y veintidós Luisa, el amor o el enamoramiento había tocado sus tiernos corazones y, sin embargo, tenían que romper la relación con sus parejas diciéndoles, compasivamente, que un día volverían a buscarlos, a sabiendas de que eso nunca sucedería.

Veintitrés años más tarde -hasta entonces-, Luisa hizo un alto en su vida:

Su padre había fallecido recientemente. Nunca les dijo la verdadera razón de sus mudanzas, ni de sus ausencias por tres o cuatro días del hogar, durante los primeros días de cada nuevo mes, y regresaba, con el cansancio claramente reflejado en su rostro, y una mirada de desolación en sus ojos. La hija lo intuía y creía saberlo con cierta seguridad, porque había estudiado psicología y habiendo cursado una maestría en "Comportamiento humano ante situaciones extremas o no deseables", entendía que algo le pasaba a su padre, de lo que él no hablaba.

Luisa se detuvo a pensar en lo siguiente: ¿a qué le gustaría dedicarse el resto de sus días, después de haber seguido -por años- los pasos de su padre?; tuviese o no trabajo en otra parte, ella se mudaba frecuentemente. Pero, a diferencia de él, ella no se llevaba consigo a su familia. La dejaba en casa, al cuidado de su madre y el esposo y padre de sus hijos, junto con la gente especializada en atender a menores, y la culturización en casa.

Todos sabían en qué trabajaba, entonces. Era una importante investigadora internacional del comportamiento de los seres humanos bajo circunstancias especiales... eso era lo que ella decía y nadie dudaba de su palabra. Siempre fue una persona confiable.

Y, finalmente, un día creyó que era tiempo de regresar a su vida anterior, su vida de mudanzas, zozobras, prisas y cansancio... Esa era su vida anterior. ¿Por qué querría regresar a eso, si ya estaba adaptada a una vida más tranquila? Porque era lo que siempre conoció, como vivió desde niña, aunque no la deseaba para su propia familia, fue lo que les dejó de herencia: una vida singular y única: llena de misterios y silencios: como la de su padre. Así es la vida: un sin número de ir y venir, para acabar siempre en el punto inicial.