Continuamos en este Domingo XVIII del tiempo ordinario la lectura del Capítulo VI del Evangelio de Juan, pero no donde lo habíamos dejado el domingo pasado, a saber, en la ribera éste del Mar de Galilea, donde Jesús había multiplicado los panes, sino ya en la sinagoga de Cafarnaúm, que está en la ribera oeste de ese lago. Conviene explicar este cambio de escenario.
Contrario a su costumbre, esta vez, después de la multiplicación de los panes, Jesús no se detiene a despedir a la multitud que lo rodea, sino que «dándose cuenta de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte Él solo». Es que, en efecto, «al ver la gente el signo que había realizado, decía: "Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo"». Los discípulos, al ver que Jesús tardaba, se embarcaron y se dirigieron a Cafarnaúm. Por su parte, la gente, que esperó hasta el día siguiente, al no ver ya a nadie allí, también ellos regresaron a esa ciudad. Es que Jesús se había reunido con sus discípulos caminando sobre el agua, cuando estaban en la barca, ya cerca de su destino. Y así se encontraron todos al día siguiente en Cafarnaúm, a la orilla del mar.
La sección del Capítulo VI del Evangelio de Juan que leemos este domingo comienza, entonces, con una pregunta: «Al encontrarlo la gente a la orilla del mar, le dijeron: "Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?"». Así comienza el discurso del «pan de vida». En lugar de responder a esa pregunta, Jesús responde a la razón por la cual lo buscan, hasta el punto de querer hacerlo rey: «En verdad, en verdad les digo: ustedes me buscan, no porque han visto signos, sino porque han comido de los panes y se han saciado».
Jesús no objeta el hecho de que la gente lo busque; al contrario, Él dice: «Vengan a mí todos...» (cf. Mt 11,28). Lo que Jesús objeta es el motivo por el cual lo buscan. Se han beneficiado de un admirable milagro -la multiplicación de los panes del cual han comido hasta saciarse-, pero no han visto en ese hecho un signo de algo que supera infinitamente lo visto. ¿Qué tendrían que haber visto en ese hecho? Respondamos con el Salmo 145: «Los ojos de todos fijos en ti esperan que Tú les des el alimento a su tiempo; abres Tú la mano y sacias a todo viviente según su deseo» (Sal 145,15-16). Ellos tendrían que haber visto en la multiplicación de los panes que en Jesús se cumple ese Salmo. El mismo evangelista nos da la clave para comprender los signos de Jesús: han sido hechos «para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre» (Jn 20,31).
En esa ladera frente al Mar de Galilea los judíos no fueron más allá que el beneficio material: pan hasta la saciedad. Es como la mujer que embelesada por el precioso regalo de su esposo se queda absorta en él y se olvida del donante. No distan mucho de este comportamiento los hombres y mujeres de nuestro tiempo que, encandilados por la grandeza y belleza de la creación y por sus propios logros tecnológicos -lease el celular y otros por el estilo-, ignoran a Dios, que es el Creador. Inexcusables los declara el libro de la Sabiduría: «Vanos por naturaleza todos los hombres en quienes hay ignorancia de Dios y no son capaces de conocer por las cosas buenas que se ven a Aquél que es, ni, atendiendo a las obras, reconocen al Artífice... son inexcusables, pues, si llegaron a adquirir tanta ciencia que les capacitó para indagar el mundo, ¿cómo no llegaron primero a descubrir a su Señor?» (Sab 13,1.8.9). Toda la creación es un signo que expresa a Dios, una Palabra que Él nos dirige para que nosotros creamos. Eso debió ser la multiplicación de los panes.
El pan que Jesús les dio, aunque era pan milagroso -multiplicado por el poder de Dios-, era, sin embargo, perecedero. Dado el entusiasmo de los judíos, Jesús los exhorta a no detenerse en ese pan, sino a ir más allá, a un pan superior que Él les dará: «Obren, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre, porque a éste el Padre, Dios, ha sellado». Jesús revela que hay un alimento que no perece y que concede, por tanto, vida eterna y que ese pan lo dará Él mismo, porque a Él lo ha marcado Dios, a quien llama Padre, con su sello. El sello de Dios imprime su misma imagen, que en el caso de Jesús es su misma naturaleza divina, poseída por Él juntamente con la naturaleza humana, expresada en el título «Hijo del hombre», con que se llama a sí mismo. Jesús lo dice en singular referido a sí mismo: «A éste ha sellado Dios». La carta a los Hebreos dice que Él es «resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia» (Heb 1,3). Pero es un sello que Él recibe para compartirlo con los hombres, como lo expresa San Pablo: «Dios... nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2Cor 1,22). El sello de Dios nos concede reproducir la imagen de Cristo.
Cuando Jesús habló de «obrar», los judíos se encontraron en su propio campo: las obras de la ley que el fiel judío debe hacer, y preguntaron: «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?» Jesús declara que la obra es una sola y ésta la hace Dios, no el ser humano: «La obra de Dios es que ustedes crean en quien Él ha enviado». Nos revela que la fe en Cristo es un don de Dios. Es un don que Dios nunca niega a quien se lo pide.
Cuando Jesús habló de la fe en Él los presentes le piden un signo: «¿Qué signo haces para que, viéndolo, creamos en ti? ¿Qué obra realizas?». Han visto la multiplicación de los panes, pero no les bastó, como hemos visto, porque lo entendieron sólo como un milagro semejante a los milagros obrados por los profetas. A las mismas autoridades judías no les bastó que Jesús hubiera resucitado a Lázaro, después de cuatro días de sepultado y los sumos sacerdotes reunidos decían: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si lo dejamos que siga así, todos creerán en Él... Desde este día, decidieron darle muerte» (Jn 11,47.48.53). Ellos no creyeron.
Le sugieren a Jesús, como un signo, el maná que, según ellos les había dado Moisés. Jesús niega que el maná lo haya dado Moisés; afirma que fue Dios quien lo dio y que, si bien era pan del cielo, no era el «verdadero pan del cielo», es decir, era sólo una figura y un anuncio del «verdadero pan del cielo»: «Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Los judíos reaccionan entonces como era de esperar: «Señor, danos siempre de ese pan». Y Jesús concede su petición, haciendo una de las afirmaciones centrales de todo el discurso: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed». Jesús declara así que el ser humano no se sacia con nada de este mundo, porque está hecho para Dios y que a Dios no lo encuentra sino en Él. Sólo Jesús puede saciar todo anhelo en el ser humano.
El discurso alcanzó así un punto culminante. Pero no ha terminado aún. Jesús seguirá revelandonos ese «pan verdadero» que sacia en el ser humano su hambre y sed de Dios.