El que recibe un niño... recibe a Dios

El que reciba a un niño como éste en mi Nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado»

El Evangelio de este Domingo XXV del tiempo ordinario comienza con la misma fórmula de unión que usa Marcos para introducir otros episodios de la vida de Jesús, que él había recibido de la predicación de Pedro como unidades autónomas: «Saliendo ellos de allí, iban caminando por Galilea...»

Interesa saber en qué punto se introduce este episodio y de dónde salió Jesús con sus discípulos para caminar por la Galilea. El episodio anterior es la Transfiguración de Jesús, que no se lee en los domingos del tiempo ordinario, porque este misterio se celebra en su fiesta propia el 6 de agosto y también el Domingo II de Cuaresma (se celebra por segunda vez en domingo, si el 6 de agosto del año correspondiente es domingo). Interesa saber que antecede el relato de la Transfiguración, porque este episodio se vincula, a su vez, con la confesión de Pedro -«Tú eres el Cristo»- y con el comienzo de los anuncios, por parte de Jesús, de su pasión y muerte, por medio de una precisión temporal: «Seis días después» (Mc 9,2). En el relato de la Transfiguración, la voz de Dios completaba la confesión de Pedro, declarando desde la nube: «Este es mi Hijo...» (Mc 9,7). Al pie del monte de la Transfiguración, se encuentran con el niño epiléptico, poseído por un espíritu, a quien los discípulos no habían podido liberar. El evangelista agrega: «Cuando Jesús entró en casa...» (Mc 9,28). Cuando no se especifica, se debe entender que se trata de Cafarnaúm, más precisamente, la casa de Pedro, donde Jesús hizo su primera curación en favor de la suegra de Pedro (cf. Mc 1,30-31). De aquí es de donde sale Jesús con sus discípulos para recorrer la Galilea.

«Él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos». ¿Cuál es esa enseñanza privada? Es la misma que comenzó a exponerles pocos días antes, después de la confesión de Pedro: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará». Es la segunda vez que les habla abiertamente de su destino de muerte y resurrección. Pero esta vez ha mediado, al menos para tres de los discípulos -Pedro, Santiago y Juan-, la experiencia de la Transfiguración. Si ya era incomprensible para ellos que el Cristo padeciera eso que Jesús anuncia, ¡cuánto más debió ser incomprensible que lo padeciera el «Hijo de Dios»! Pero, recordando la reprensión recibida por Pedro por poner obstáculo a ese camino, esta vez ninguno se atrevió a objetar, ni siquiera a pedir más explicación: «Ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle». Por tanto, allí terminó la enseñanza.

Por tercera vez y con más detalles lo anunció Jesús más adelante (cf. Mc 10,32-34), pero siempre sólo a los Doce. No resulta en el Evangelio de Marcos que estos anuncios los supieran otros. En efecto, a las mujeres que seguían a Jesús -María Magdalena y otras-, cuando fueron al sepulcro de Jesús, después de su muerte, para embalsamarlo, el ángel que las recibió no les reprocha ignorar esos anuncios (cf. Mc 16,6), como leemos en los lugares paralelos de Mateo y Lucas: «¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recuerden cómo les habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite". Y ellas recordaron sus palabras» (Lc 24,5-8; cf. Mt 28,6).

Esta enseñanza privada de Jesús a sus discípulos es el contexto de lo que sigue, una vez que regresaron al lugar de partida. Demuestra con más evidencia que la enseñanza no fue comprendida: «Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, Jesús les preguntaba: "¿De qué discutían por el camino?". Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre ellos quién era el más grande». Sigue otra enseñanza fundamental de Jesús, no sólo incomprendida por los Doce en ese momento, sino incomprendida, y menos aún practicada, por la mayoría de los cristianos hasta hoy: «Jesús se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: "Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos"». Lo declaró Jesús como una enseñanza solemne: «Se sentó», como el maestro que enseña desde una cátedra. La dificultad para entender su enseñanza y practicarla reside en que quien quiere ser «el más grande» o, como dice Jesús, «el primero» en este mundo, no quiere ser «el último» ni «el servidor» de todos. No puede querer ambas cosas al mismo tiempo, porque son contradictorias. Se debe entender, entonces, en un doble plano: El que quiere ser el primero a los ojos de Dios, debe hacerse el último y el servidor de todos en este mundo. Es muy difícil ser el primero en este mundo, porque este es un lugar que todos disputan; es muy fácil, en cambio, ser el último, porque este lugar nadie lo disputa y, por tanto, está vacío y puede ocuparlo quien quiera. Muy pocos lo hacen.

Jesús mismo nos da ejemplo con su vida del modo como se debe cumplir esa enseñanza (que más adelante repite, cf. Mc 10,43-45). Él ocupó el último lugar: «Tomó la condición de esclavo» (Fil 2,7), «vino a servir» (Mc 10,45); por eso, «Dios lo exaltó y la concedió el Nombre sobre todo nombre» (Fil 2,9); por eso, «Él es el primero en todo» (Col 1,18).

El Evangelio de este domingo, tiene otra enseñanza de Jesús, que en nuestro tiempo adquiere gran importancia: «Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo estrechó entre sus brazos y les dijo: "El que reciba a un niño como éste en mi Nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado». No había en el tiempo de Jesús preocupación por los niños; Él la inició. Él se pone en el lugar de los niños declarando que recibir a un niño es recibirlo a Él. Por tanto, en la medida en que en nuestro tiempo precindamos de Cristo y lo amemos menos, amaremos menos a los niños y los dejaremos más abandonados.

Observamos que Jesús continúa esa cadena hasta Dios mismo, agregando: «El que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado». Tremenda conclusión: «¡El que reciba a un niño, recibe a Dios!». Es verdad. Como declara San Pablo, «Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo» (Efesios 1,4) y decidió crear a cada persona humana en un punto determinado del tiempo confiandolo a sus progenitores -un hombre y una mujer- en este mundo. Pero hoy, desgraciadamente, hay muchos que no lo reciben y lo eliminan. Vemos que Jesús repite el verbo «recibir». Toda recepción de un nuevo ser humano es entre dos, hombre y mujer, por medio de la relación conyugal. Es, en realidad, un con-recibir, un «concebir». Rechazar al ser humano que Dios creó y quiso que fuera «concebido», es rechazar a Dios. Es el grave pecado de nuestro tiempo. Nuestro país está en estos días amenazado con la discusión de una ley de aborto. Que la Palabra de Dios proclamada este domingo nos conceda comprender que decretar como legal la eliminación de los niños en el seno materno es decretar, en realidad, la eliminación en nuestra patria de Dios mismo, que es la fuente de la vida y de todo bien.