En este Domingo XX del tiempo ordinario retomamos la lectura del «discurso del pan de vida» donde lo habíamos dejado el domingo pasado y, dada la importancia de las palabras de Jesús con que concluíamos la lectura en esa ocasión, esas palabras se repiten al comienzo de la lectura de hoy: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le daré, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). Si no tuviéramos más que estas palabras de todo el discurso, ya sería suficiente para revelarnos el misterio admirable de la Eucaristía. En efecto, aquí está dicho todo lo que la Iglesia cree y enseña sobre este Sacramento: «La Eucaristía es fuente y cima de toda la vida cristiana... Contiene, en efecto, todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Catecismo N. 1324). Prescindir de la Eucaristía es prescindir de Cristo mismo y, por tanto, reducir todo lo que hacemos a valor cero, según la afirmación absoluta de Jesús: «Separados de mí nada pueden hacer» (Jn 15,5); es caminar en sentido contrario a nuestro Fin último, el Fin para el cual hemos sido creados, según otra afirmación absoluta de Jesús: «Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6).
Hasta este punto Jesús ha repetido dos veces: «Yo soy el pan de la vida» y, en contraste con el maná, que se consideraba pan llovido del cielo, ha aclarado: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». Los judíos no reaccionan ante estas afirmaciones, porque ellos ya usaban el concepto de pan como una metáfora de la Palabra de Dios. En efecto, ellos conocían bien la afirmación de Moisés sobre el maná: «No sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor (Yahweh) vive el hombre» (Deut 8,3). En el tiempo de Jesús ese texto se leía como lo cita Él para rechazar la tentación de Satanás de convertir una piedra en pan para saciar su hambre: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). A repetir Jesús: «Yo soy el pan de la vida», se pone en el lugar de la Palabra de Dios de la cual «vive el hombre (adam)», la misma que «existía en el principio... que estaba junto a Dios y que era Dios... que se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (cf. Jn 1,1.2.14). Pero, cuando Jesús agrega: «He bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado», reaccionan los judíos allí presentes: «Murmuraban contra Él, porque había dicho: "Yo soy el pan que ha bajado del cielo"». Siguen entendiendo que Jesús usa el concepto de pan como una metáfora y se detienen en su origen: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: "He bajado del cielo"?». Hasta aquí habíamos llegado.
Pero Jesús vuelve sobre el concepto de pan afirmando con fuerza que sus palabras ¡deben entenderse en sentido literal! y no como una metáfora: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo le daré, es mi carne por la vida del mundo». Jesús solía usar metáforas para hacernos comprender su identidad: «Yo soy la vid verdadera... Yo soy el camino... Yo soy la luz del mundo..., etc.». Pero, a diferencia de esas otras expresiones, «Yo soy el pan vivo» no es una metáfora, es una realidad. Por eso, agrega la posibilidad de comerlo: «El que coma de este pan». Y finalmente, para más claridad, afirma: «El pan que Yo daré es mi carne». No es su carne en cualquier manera, sino «ofrecida en sacrificio por la vida del mundo». En los «sacrificios de comunión» -el cordero pascual era un sacrificio de comunión- la víctima, después de haber sido ofrecida a Dios sobre el altar, se comía. De esto está hablando Jesús. Por eso, el Catecismo, en el texto que hemos citado más arriba dice que la Eucaristía contiene a Cristo mismo «nuestra Pascua». La Pascua «nuestra», en contraposición a la que celebraban los judíos con un cordero real -un animal-, es Cristo. Su carne, sacrificada y ahora glorificada y llena de vida divina, es la que nos da como «pan de vida eterna». Para hacerlo más literal y más real aun, Jesús reafirma: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida».
¿Cuál es el efecto de comer su carne y beber su sangre? Jesús lo dice primero en una sentencia negativa universal que, en buena lógica, no admite excepción: «En verdad, en verdad les digo: "Si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes"». Después de tomar nota de esta seria advertencia, nos interesa el efecto positivo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día... El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y Yo en él». La vida eterna es la vida divina comunicada a nosotros. Aquí Jesús acentúa su aspecto de inmortalidad, que es el que podemos comprender más fácilmente. Todo ser humano muere a esta vida terrena, que no es más que un soplo -«un instante entre dos eternidades», decía San Alberto Hurtado-, pero quien posee ya la vida eterna no muere, porque esa vida se prolonga eternamente y alcanzará su plena gloria, cuando la persona, que la posee desde esta tierra, resucite. El otro efecto positivo no tiene palabras en el lenguaje humano que permitan describirla. Es la comunión plena con Jesús, que Él expresa así: «Permanece en mí y Yo en él». La vida es algo que no se puede describir; es necesario ejercerla, es decir, tenerla. Un muerto no puede, obviamente. Por eso, no tiene sentido negar lo que no se tiene. Lo único que puede decir ante este misterio quien no lo tiene es: No puedo decir nada porque no tengo esa vida; estoy muerto.
Finalmente, todo está referido a Dios; Él es el origen de esta vida que se concede por pura gracia al ser humano; y la concede, como todo don divino, por medio de Jesús. Así lo expresa Él: «Lo mismo que el Padre vive... y Yo vivo por el Padre, el que me coma vivirá por mí». El Padre vive; Jesús vive de esa misma vida; el que coma la carne y beba la sangre de Jesús -«me coma», dice Jesús- vive también de esa misma vida. Por eso, es verdad que el Cuerpo y la Sangre de Jesús, que Él mismo nos da a comer y beber en la Eucaristía bajo las especies (apariencias) del pan y el vino «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo». Nada más grande hay en este mundo.