En el Evangelio de este Domingo XIX del tiempo ordinario seguimos la lectura del discurso del «pan de vida». Es un discurso compuesto según la manera de pensar oriental, a saber, en forma de espiral: vuelve sobre lo dicho, pero siempre progresando. Debemos, entonces, retomar en el punto en que lo habíamos dejado.
Cuando los judíos, presentes en esa sinagoga de Cafarnaúm, piden a Jesús un signo, como el maná que les dio Moisés, para poder verlo y creer en Él, Él responde que no fue Moisés, sino que «es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32.33). La vida es siempre un bien deseable, que supera todo otro bien material de este mundo. Por eso, cuando los judíos piden a Jesús ese pan, Él responde: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35). Equivale a decir: «Yo soy ese pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo». Hasta aquí habíamos llegado.
No dejemos pasar una observación. Jesús acaba de decir: «Mi Padre les da el verdadero pan del cielo» y, luego, llama a ese pan, «pan de Dios que baja del cielo». ¡Está diciendo que su Padre es Dios! Pero no hubo ninguna reacción por este motivo. Más adelante, en la afirmación anterior a la parte del discurso que leemos este domingo, declara: «Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en Él tenga vida eterna y Yo lo resucite en el último día» (Jn 6,40). Está declarando que Dios es Padre, porque tiene un Hijo, y que ese Hijo es Él, Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre. Es la tercera vez en el Evangelio de Juan que Jesús se refiere a Dios llamandolo «mi Padre». La primera vez fue en el templo de Jerusalén, el centro de la religión judía, cuando echa fuera a los mercaderes, diciendoles: «No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado» (Jn 2,16). En esa ocasión los judíos le pidieron un signo que explique su actuación, sobre todo, ese modo de referirse a Dios. La segunda vez, lo hace también en el templo, después de sanar a un paralítico, diciendo, a los judíos, que lo criticaban por haberlo hecho en sábado: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y Yo también trabajo» (Jn 5,17). La gravedad de este lenguaje se deduce de la conclusión: «Por eso los judíos trataban con mayor empeño de matarlo, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciendose a sí mismo igual a Dios» (Jn 5,18). El motivo que dieron las autoridades a Pilato para pedir la muerte de Jesús fue esta: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19,7).
¿Por qué no hubo reacción en esa sinagoga de Cafarnaúm? Porque no estamos en el centro de la religión judía, sino en Galilea, que era considerada con desprecio «tierra de gentiles». Allí expuso Jesús su Palabra con más abundancia, de manera que el mismo evangelista Mateo se ve obligado a explicar este hecho como el cumplimiento de una profecía: «Vino a residir en Cafarnaúm junto al mar, en el término de Zabulón y Neftalí; para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: "¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, allende el Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz"» (Mt 4,13-16).
Los judíos en esa sinagoga de Cafarnaúm no reparan en esa importante revelación que hace Jesús de su identidad; ellos «murmuraban contra Él, porque había dicho: "Yo soy el pan que ha bajado del cielo"». Y preguntan entre sí: «¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: "He bajado del cielo"?». La distancia entre Nazaret y Cafarnaúm es de 40 km aprox. En esa sinagoga saben que Jesús es «hijo de José» y conocen también a su madre. ¿Es que María y José frecuentaban también esa sinagoga? O ¿es que había allí muchos galileos procedentes de Nazaret, que habían venido siguiendo a Jesús y por eso conocen su origen? Esta última hipótesis es la más probable, como se ve más adelante.
Jesús responde: «No murmuren entre ustedes». Esa actitud es la que cierra a cualquier revelación de Dios: «Está escrito en los profetas: "Serán todos enseñados por Dios". Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí». El que no aprende de Dios no puede venir a Jesús: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae». Jesús ha dicho antes que «la obra de Dios es que ellos crean en quien Él ha enviado». Y ahora agrega en una fórmula solemne de revelación: «En verdad, en verdad les digo: el que cree, tiene vida eterna». La «vida eterna», que en los otros Evangelios se concede después de la resurrección, como lo confesamos también en el Credo -«Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna»-, según esta declaración de Jesús, comienza aquí: la posee ya en esta tierra el que cree en Él.
«Yo soy el pan de la vida... Yo soy el pan vivo bajado del cielo». Este pan, no sólo comunica la vida eterna, sino también él mismo es vivo. Y siendo ese pan Jesús mismo, comunica a quien lo come la vida de Jesús. El pan que Jesús promete comunica una participación en la vida divina, la que el evangelista llama «vida eterna». Es un pan muy superior al ser humano. Por eso, quien lo come no lo transforma en sí, sino al contrario, él adquiere la vida que ese «pan vivo bajado del cielo» posee: vida divina. ¡Es un misterio asombroso, tan cerca de nosotros y tan desconocido!
El discurso alcanza otro punto culminante, desde el cual seguirá avanzando: «El pan que Yo daré es mi carne, por la vida del mundo». La expresión «por la vida del mundo» pertenece al lenguaje del culto y del sacrificio. Significa que Jesús nos dará a comer su carne, ofrecida en sacrificio y, luego resucitada y llena de vida, para dar al mundo la vida eterna. En efecto, en la Eucaristía recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Cristo entero, tal como Él está ahora: resucitado, glorioso y sentado a la derecha del Padre. Por eso, el Catecismo enseña: «La sagrada Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo» (Catecismo N. 1324).