Este domingo celebra la Iglesia el Domingo de Ramos, que recuerda la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por la multitud. En la Liturgia de la Palabra se lee, en forma solemne, la Pasión del Señor, que este año en el ciclo A de lecturas se toma del Evangelio según San Mateo.
El relato de la Pasión fue lo primero que adquirió forma, dado que la comunidad cristiana debía recordar esos hechos cada vez que se reunía a celebrar el Día del Señor (dominica dies). En esa asamblea dominical quien presidía debía hacer los mismos gestos y repetir las mismas palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos, obedeciendo a su mandato: «Hagan esto en memoria mía» (1Cor 11,24.25). En aquella cena Jesús tomó pan y dijo: «Esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes»; luego, tomó el cáliz con vino y dijo: «Este es el cáliz de mi Sangre que es derramada por ustedes» (Lc 22,19.20). Era necesario recordar, entonces, en qué forma fue «entregado su Cuerpo y derramada su Sangre»; era necesario hacer el relato de la Pasión. Por esta razón, los Evangelios Sinópticos -Marcos, Mateo y Lucas- y también el de Juan, se alinean cuando llegan al relato de la Pasión. Y, sin embargo, ellos conservan ciertas acentuaciones propias de cada uno.
Trataremos de descubrir las acentuaciones de Mateo, en relación con los otros Sinópticos y, sobre todo, con Marcos que es su fuente, en lo que se refiere a la identidad de Jesús, es decir, ¿quién es este que entrega su Cuerpo y derrama su Sangre por nosotros en la cruz?
Cuando relatan la entrada de Jesús en Jerusalén montado en un asno, los evangelistas Marcos, Mateo y también Juan reproducen el grito de la multitud en su tenor hebreo original: «Hosanna». (Lucas omite esta expresión hebrea, probablemente, porque él no conoce esta lengua). Esta palabra es una forma del verbo hebreo «salvar», conjugado en segunda persona imperativa: «¡Salva!». Pero a ésta se agrega la partícula exhortativa: «anná». En hebreo, la expresión completa suene: «Hoshia-nna». Para entender su sentido hay que recurrir a su fuente: el Salmo 118,25, que dice literalmente: «¡Ya, Señor (YHWH), salva, ya!». Es claro que el evangelista está pensando en ese Salmo, cuando pone esa exclamación en boca de la multitud, porque sigue citandolo: «Bendito el que viene en Nombre del Señor» (Sal 118,26). ¿Cuál es la acentuación de Mateo? Mateo es el único de los evangelistas que agrega la Persona a quien se dirige ese grito: «Hosanna, al Hijo de David», como lo hacía el Salmo 118, pero poniendo, en el lugar de Dios (YHWH), a Jesús, llamado «Hijo de David». La súplica de salvación se dirige a Jesús. No olvidemos que el mismo Mateo pone en boca del ángel, que se apareció en sueños a José, el sentido de ese nombre: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). El nombre «Jesús» (Je-hoshúa) está compuesto del Nombre abreviado «Yahweh» y del verbo hebreo «salvar». Significa: «El Señor salva». Tiene, entonces, razón Mateo en poner en boca de la multitud ese grito dirigido a Jesús. Tiene que haber recordado también José ese Salmo 118,25, cuando escuchó del ángel el nombre del Niño que, por obra del Espíritu Santo, se encontraba en el seno de su esposa, y tiene que haber agregado en su mente el versículo siguiente referido a ese Niño: «Bendito el que viene en el Nombre del Señor».
Más adelante, vemos otra acentuación de esta condición de Jesús, en el juicio ante el sanedrín. Jesús estaba en silencio y no respondía nada a las acusaciones que se le hacían, hasta que el Sumo Sacerdote le pregunta directamente: «¿Eres Tú el Cristo, el Hijo de Dios?» (Mt 26,63). Es una acentuación de Mateo, porque su fuente, que es Marcos, evitaba el Nombre de Dios y la expresión usada era: «El Hijo del Bendito» (Mc 14,61). Corresponde a lo ya confesado por Pedro, cuando Jesús pregunta a los Doce, qué dicen ellos sobre Él: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). La confesión: «Hijo de Dios vivo» la encontramos solamente en Mateo.
Mateo es el único que pone la condición de Hijo de Dios, correspondiente a Jesús, en boca de los que lo insultaban, cuando estaba en la cruz: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz... Ha puesto su confianza en Dios, que lo libre ahora, si lo quiere, pues dijo: "Soy Hijo de Dios"». En efecto, lo había dicho Jesús en el juicio contra Él, como hemos visto. Finalmente, esta condición alcanza su punto culminante en la confesión de un pagano, el centurión, al ver la muerte de Jesús: «Verdaderamente, Éste era Hijo de Dios». La misma confesión se encuentra en Marcos 15,39, pero Mateo omite el término «hombre». Cuando se escribió el Evangelio de Mateo, San Pablo ya había muerto. Es probable que él esté en el origen de esa acentuación de Mateo, porque había ya escrito en su carta a los Gálatas: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20).
Encontramos en el relato de la Pasión otra acentuación de Mateo, que debemos evocar cada vez que recitamos la oración que Jesús nos enseñó. Mateo agrega a esa oración una petición que encontramos solamente en su Evangelio: «Padre nuestro... hagase tu voluntad...» (Mt 6,10). ¿Tiene razón Mateo para agregarla? Ciertamente, porque también proviene de la oración de Jesús. Es una petición que Él hace al Padre. La hace tres veces en su agonía en el Huerto de los Olivos: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que Yo la beba, hagase tu voluntad... Se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras» (Mt 26,42.44). Esto explica, por qué Jesús permaneció en la cruz, aunque tenía poder para bajar de ella; estaba cumpliendo la voluntad de su Padre: «Se hizo obediente hasta la muerte, y ¡muerte de cruz!» (Fil 2,8). El Padre había decidido nuestra salvación y no se podía obtener sino al precio de la Sangre de Cristo derramada. Esto impactó desde el principio a los cristianos, como lo leemos en la primera Carta de Pedro: «Ustedes saben que han sido rescatados de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una Sangre preciosa, como de Cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pet 1,18-19).
En esta Semana Santa, que comienza con la celebración del Domingo de Ramos o Domingo de la Pasión, debemos contemplar cuánto hizo el Hijo de Dios para obtenernos la salvación -«me amó y se entregó por mí»- y despertar en nosotros la acción de gracias. No tenemos otra forma de dar gracias adecuadamente que participando en la Eucaristía dominical. En la celebración de este misterio es Cristo mismo quien transmite a su Padre nuestra gratitud: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro». Desertar de la Eucaristía dominical es la ingratitud llevada al extremo.
Felipe Bacarreza Rodríguez