El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí
En el Evangelio que se proclama en este Domingo XXII del tiempo ordinario, que es continuación del que se proclamó el domingo pasado, tenemos la frase más severa de Jesús, dicha a aquel que era su más cercano seguidor, a quien acababa de llamar «Pedro» -piedra- y declarar que sobre esa piedra Él edificaría su Iglesia.
«¡Apartate detrás de mí, Satanás! ¡Escándalo eres para mí! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Al mismo a quien, como veíamos en el Evangelio del domingo pasado, dio un nombre correspondiente a su misión, la de ser fundamento de su Iglesia, puesta en el mundo como medio de salvación para todos los pueblos, llama ahora «Satanás», el nombre del que quiere, por medio de la mentira, destruir su obra y llevar a todos los hombres a la perdición. Al mismo a quien llamó «Piedra», da ahora el nombre de otra piedra, «scándalon», la piedra que, puesta delante en el camino, hace tropezar y caer. Por eso, le dice: «¡Apartate detrás de mí!». Al mismo a quien llamó «bienaventurado», porque ha recibido de Dios mismo la revelación de la verdad, a quien dio las llaves del Reino de los cielos y declaró que lo decidido por él en la tierra -atar y desatar- queda confirmado por Dios en el cielo, dice ahora que sus pensamientos no son los de Dios sino los de los hombres, es decir, vanos. ¿Qué es lo que motivó este cambio?
En realidad, no ha habido en Jesús ningún cambio. Todo lo que Él declara sobre Simón, hijo de Jonás, es verdad y tendría cumplimiento pleno, pero después de que viniera sobre él el Espíritu Santo, tal como lo aclara Jesús resucitado, poco antes de su Ascensión al cielo: «Cuando venga sobre ustedes el Espíritu Santo, recibirán fuerza para ser mis testigos» (Hech 1,8).
Pedro acababa de declarar sobre Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16); y todos los demás discípulos -los Doce- estaban de acuerdo con esa definición de su identidad. Pero, en ese momento, todos ellos estaban entendiendo esa condición al modo del Antiguo Testamento y la entendían todavía así, instantes antes de la Ascensión al cielo de Jesús resucitado, a quien todavía preguntan: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» (Hech 1,6). Todavía insistían en un mesianismo terreno, todavía sus pensamientos sobre el Cristo eran pensamientos de hombres. A Jesús no quedó más que responder: «Dentro de pocos días serán bautizados en el Espíritu Santo» (Hech 1,5). El Espíritu Santo les daría los pensamientos de Dios; Él los llevaría a la verdad plena según la promesa de Jesús a sus discípulos: «Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, Él los llevará a la verdad plena... Recibirá de lo mío y lo anunciará a ustedes» (Jn 16,11.14). El verbo «anunciar» (anangelein) en el Evangelio de Juan equivale al verbo «revelar» (apokaluptein).
La confesión de Pedro y de los Doce: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» equivale a declarar que a Jesús se refieren las promesas de Dios sobre un Ungido, hijo de David, que salvaría a Israel, en particular, el Salmo 110: «Oráculo de YHWH a mi Señor: "Sientate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos como estrado de tus pies"» (Sal 110,1). Se trata de un personaje que se sienta al mismo nivel que Dios, porque es su Hijo, conforme al Salmo 2,7-8: «Voy a anunciar el decreto de YHWH. Él me ha dicho: "Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Pideme y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra"». Los discípulos están esperando que Jesús -el Cristo, el Hijo del Dios vivo- asuma ese rol. Es lo mismo que esperaba Juan el Bautista, que quedó desconcertado con la apariencia humilde y débil de Jesús y le mandó preguntar desde la cárcel: «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Jesús aceptó como verdadera la confesión de Pedro. Es Él quien cumple lo dicho en esos Salmos que hemos citado, pero no el modo de los hombres. Por eso, ordena a sus discípulos «que no dijesen a nadie que Él era el Cristo» (Mt 16,20). Y comenzó en ese momento una enseñanza nueva sobre el modo de cumplir su misión.
«Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que Él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día». Como hemos dicho, aquello de «sufrir mucho... y ser matado», es lo opuesto de lo que ellos entendían por «el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Esto es lo que Pedro le quiere decir: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!».
Jesús es el Hijo de Dios, uno con su Padre, consustancial y eterno como Él en la gloria. Pero, hecho hombre y uno de nosotros, tenía que redimir a todos los seres humanos y llevar la humanidad a sentarse a la derecha de Dios, como hijos de Dios, por medio de su sacrificio, tal como Él ora a su Padre: «Glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese» (Jn 17,5).
La intervención de Pedro fue una interrupción. Después de reprenderlo, como hemos visto, Jesús continúa con lo que había comenzado a enseñar, que tenía como objetivo involucrarnos a todos los seres humanos en su mismo destino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, nieguese a sí mismo, tome su cruz y sigame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». ¡Estos son los pensamientos de Dios! Esta es la verdad que nos tiene que revelar Dios por medio de su Espíritu. Esta es la verdad que han comprendido los santos; y por eso son santos. «Ellos son los que siguen al Cordero dondequiera que vaya» (Apoc 14,4), es decir, al sacrificio, a la entrega de la propia vida movidos por el amor.
San Pablo también confiesa a Jesús como «Hijo de Dios». Pero él ya estaba movido por el Espíritu Santo, cuando escribe en primera persona, como si Jesús hubiera muerto por él, aunque hubiera sido el único ser humano existente: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20). Antes que San Pablo comprendió esto San Pedro en quien el gran apóstol de los gentiles, antes de comenzar su misión, busca confirmación y quiere cerciorarse de estar fundado en esa «piedra», Cefas: «Subí a Jerusalén para conocer a Cefas y permanecí quince días en su compañía» (Gal 1,18).
Toda nuestra preocupación en esta tierra debe consistir, entonces, en ser dóciles a la acción del Espíritu Santo para recibir por revelación los pensamientos de Dios. La disposición necesaria para esto es la comunión con Jesucristo en la Eucaristía dominical y en prolongados momentos de oración diaria en la que lo contemplemos a Él.