Invierto a propósito el título de uno de los capítulos más emblemáticos del ensayo De la gramatología (1967), de Jacques Derrida. Se postulaba ahí el tránsito del significado a las significaciones, y la reconfiguración de los roles asignados convencionalmente a los procesos de comunicación. El paso del libro como emblema y símbolo de lo unívoco hacia la condición perfomativa y cambiante (suplementaria, diría el filósofo argelino) de la escritura. El advenimiento de la escritura se convertiría, así, en el advenimiento del juego (una infinita sucesión de signos, sin que éstos nos llevaran a nada, salvo a su propio laberinto). Derrida ponía de cabeza la oposición entre lenguaje y escritura. Su interpretación, hay que decirlo, era desafiante para el pensamiento occidental: el lenguaje habría nacido como una forma de escritura (como significante de otro significante), y sólo por su supuesta condición esencial y logocéntrica se habría instalado como el origen, dejando a la escritura como un suplemento.
Esta operación habría tenido como consecuencia la implantación y proyección de lo que él llamaba logocentrismo: una suerte de metafísica de la escritura fonética y, que, a su vez, sería el sustento del etnocentrismo (aquella maniobra por la cual el hombre blanco se había colocado como el centro del universo). A este concepto, Derrida añadiría otro más preciso: fonocentrismo: proximidad absoluta de la voz y el ser. "El logocentrismo sería, por lo tanto, solidario de la determinación del ser del ente como presencia", decía en ese capítulo de su ensayo.
El libro, al que indirectamente se refería el filósofo, no sería el objeto material (tal o cual volumen de tal o cual autor o autora, editado en algún lugar en un momento determinado), sino la unidad simbólica de ese logocentrismo: una obra unívoca, con un solo significado (como se pretende que suceda con la ley, la verdad, la religión y la realidad). Al utilizar el título de arriba no pretendo reinstalar ese libro simbólico denunciado por Derrida, ni tampoco negar la cualidad performativa de la escritura. Me gustaría rescatar solamente ese deseo de unidad. La intención de dotar a una obra de cierta orientación, y de instalarle una sucesión de partes (principio, medio y final, o a la inversa, según los propósitos de cada cual). Sé que, al momento de la lectura, la intención autoral no es lo más importante, ni la única interpretación posible, pero sí constituye el impulso de la escritura. Y sin ella, ningún texto podría existir.
Caigo en la cuenta de que estoy entrometiéndome con los intrincados procesos de la creación verbal. La eterna lucha de Jacob con el ángel: imagen épica que tanto gustaba a los mayores para describir el incesante proceso creativo. La batalla está perdida de antemano, pero hay algo heroico en tomar la pluma (o en pulsar las teclas de la pantalla) y tratar de sacarle diamantes al lenguaje. Cada renglón completado es una conquista efímera. Es verdad: no sabemos a dónde nos llevarán las palabras, ni tenemos el control de sus sentidos, pero tratamos de guiarlas como se gobierna un barco, orientándonos por la dirección del viento o por la disposición de las estrellas.
La intención creadora se esfuma una vez concluida la obra, y ésta, como sabemos, adquiera autonomía y vida propia. El fin de la escritura es realmente un proceso de desgarramiento, de intempestiva separación. No hace mucho celebramos el Día Internacional del Libro (conmemoración de ese objeto material que ha incidido en nuestra condición humana), sería interesante festejar también el deseo que ha impulsado su redacción.