La Iglesia celebra hoy la Solemnidad de Pentecostés, como el día en que comenzó a cumplir la misión que le encomendó Jesús en la tarde del mismo día de su Resurrección, cuando dijo a sus discípulos: «Como el Padre me envió a mí, así los envío Yo a ustedes».
La decisión de salvar al mundo tiene su origen en Dios Padre. Su motivación única es el amor, pues en Dios no puede haber otra. Dios ejecuta esta decisión en un modo que ningún profeta había imaginado. Jesús lo reveló a Nicodemo diciendole: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna... para que el mundo sea salvado por medio de Él» (Jn 3,16.17). El Hijo único de Dios hecho hombre cumplió esta misión, movido por su amor al Padre y a nosotros: «Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo (telos)» (Jn 13,1) y ese extremo del amor -jamás ha habido otro mayor- lo indica Jesús con la última palabra que pronunció en la cruz antes de morir: «Está cumplido (tetélesthai)» (Jn 19,30), como Él mismo lo anunciaba en la oración sacerdotal: «Padre, ... te he glorificado en el tierra, cumpliendo (teleiosas) la obra que me encomendaste hacer» (Jn 17,4). Esta misión única de salvación que parte del Padre y es cumplida por Jesús, debe prolongarse hasta el fin de los tiempos y alcanzar a todos los seres humanos. Es la misión que encomienda Jesús a sus discípulos: «Hagan discípulos de todos los pueblos... hasta el fin de los tiempos» (Mt 28,19.20).
Jesús dice a sus discípulos el día de su resurrección: «Como el Padre me envió los envío Yo a ustedes». Pero este envío está acompañado por un gesto y unas palabras elocuentes: «Sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo"». Este gesto y las palabras que lo explican se agregan de manera impactante a las cinco promesas del Espíritu Santo que Jesús pronunció en los discursos de despedida. De esta manera, Jesús quiere afirmar la necesidad del Espíritu Santo para la misión. En efecto, la misión no pudo comenzar sino, cincuenta días después, cuando vino sobre los apóstoles (enviados) el Espíritu Santo como un fuerte viento que llenó la casa donde se encontraban. Al sentir ese viento divino y la fuerza que les comunicaba, los apóstoles ciertamente recordaron y comprendieron aquel soplo de Jesús que habían sentido sobre sus rostros, cincuenta días antes.
Los apóstoles fueron elegidos por Jesús y fueron enviados por Él: «Así los envío Yo». Pero Él les confía la misión de salvación, la misma que tiene Él de su Padre, que es sobrenatural, no porque confía en las fuerzas humanas o en los talentos de ellos, aunque fueran muchos, sino porque confía en la acción del Espíritu Santo que les será dado: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que Yo les he dicho... Cuando venga el Paráclito, que Yo les enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí... los guiará hasta la verdad plena... recibirá de lo mío y lo comunicará a ustedes...» (Jn 14,26; 15,26; 16,13.14.15). Recibido este don del Espíritu Santo, la misión de salvación encomendada a los apóstoles ya puede comenzar y dar sus frutos de santidad. Lo podemos admirar en el inmenso número de santos y santas que constelan la historia de la Iglesia.
La obra de salvación consiste en la liberación del pecado y de su efecto de muerte, no sólo muerte temporal -«por el pecado entró la muerte en el mundo (cf. Rom 5,12)»-, sino, sobre todo, muerte eterna. Por eso, como expresión de esa misión, Jesús agrega: «A quienes ustedes perdonen los pecados les son perdonados; a quienes ustedes se los retengan, les son retenidos». Es claro que Jesús tiene poder para perdonar los pecados, porque Él ofreció a Dios expiación por todos los pecados; y lo demostró cuando dijo a los fariseos, que haría caminar a un paralítico «para que vean que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar pecados» (Mt 9,6.8). Ese poder es una de las cosas a las que se refiere Jesús cuando prometió: «Tomará de lo mío y lo comunicará a ustedes». Cuando un fiel, que ha confesado sus pecados movido por el dolor de haber ofendido a Dios, escucha del sacerdote las palabras: «Yo te absuelvo de tus pecados», debe creer que sus pecados han sido perdonados por Dios, porque el sacerdote tiene poder de perdonar los pecados; el Espíritu Santo ha tomado de Cristo ese poder y lo ha comunicado al sacerdote en el Sacramento del Orden.
Después de declarar: «Todo lo que tiene el Padre es mío», Jesús agrega: «El Espíritu Santo tomará de lo mío y lo comunicará a ustedes» (cf. Jn 16,15), se entiende lo que es suyo en cuanto Hijo. La misión de salvación alcanza entonces su objetivo, cuando eleva a los seres humanos a la condición de «hijos de Dios». Esta salvación alcanza, en cierto modo, a la creación entera, que espera ansiosa la manifestación de los hijos de Dios y que mientras no ocurra «gime y sufre dolores de parto» (cf. Rom 8,19-22), como vemos que ocurre actualmente en tantas partes de la tierra. La naturaleza fue creada para manifestar la gloria de Dios y ser habitada por los hijos de Dios y protesta cuando es usada para ofender a Dios.
El Catecismo enseña: «El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina» (Catecismo N. 234). En el Evangelio de hoy tenemos una expresión admirable de ese misterio, que se revela en la obra de salvación: Tiene su origen en el Padre, que envía a su Hijo único, y se prolonga hasta el fin de los tiempos por la acción del Espíritu Santo. Bien expresa San Pablo este misterio: «Cuando se cumplió la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer... para que nosotros recibieramos la filiación divina... La prueba de que somos hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: "¡Abbá, Padre"» (cf. Gal 4,4.5.6).
La Iglesia celebra este domingo el día en que se cumplió la Promesa del Padre y fue enviado a los apóstoles el Espíritu Santo que puso en movimiento a la Iglesia en el cumplimiento de su misión de salvación.