Nuestro cuerpo se ha convertido en el último campo de batalla de la guerra cultural que vivimos. Cada amanecer, voces poderosas o aficionadas se lanzan a ocupar su silla en el banquete para quedarse con el filete más grande. La paradoja se estrella contra la costumbre: de aquella antigua insignificancia de nuestros úteros, vaginas y pechos, tan vergonzosamente velados –e incluso ultrajados–, hemos pasado a su actual protagonismo de tristes vedettes. Me hago cruces de que se hayan convertido en munición pesada para gobernantes y jueces.
Que si reabrimos el debate en torno al aborto, un asunto ya encajado en la sociedad; que si las víctimas deben resistirse activamente porque si no puede pensarse que algo disfrutaron, como se llegó a señalar en el caso de La Manada ... Proclamas populistas que instrumentalizan el cuerpo de las mujeres para crecer en las encuestas.
Ahora nuestras señorías se han enzarzado en un cruento debate sobre la ley del solo sí es sí. "Peligra la coalición", advierten. Porque no existe mayor alarma social que un recorte de penas en cadena. Sin embargo, pocos se acuerdan de las heridas que permanecen en las víctimas. Ni del 79% de las violaciones que aún no se denuncian. La elevada tolerancia social, según la última encuesta del CIS, a los abusos confirma esa clase de sexo generada por el patriarcado, el que todavía se basa en vencer la resistencia femenina.
Hay que esperar que la reforma de Llop tapone la gotera de la ley presentada por Irene Montero –con el visto bueno del entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, hoy miembro del Constitucional– sin modificar el principio del consentimiento. Porque nuestra libertad sexual, el núcleo duro del debate, se emborrona con un falso rigorismo teórico. Oigo hablar acerca de nuestro deseo. Lo deforman. Juegan con él. Consentir no es ceder, es afirmar. Sentir una atracción sexual decidida y vibrante hacia otro. Todo lo demás es un no.